martes, 26 de junio de 2007

Psiquiatría y experimentación

El 23 de abril de 1967 el gobierno de Canadá prohibe el uso del LSD, incluso para fines científicos. Abram Hoffer (1917) y su equipo de Saskatchewan se ve obligado a parar sus investigaciones sobre el uso de esta sustancia en psiquiatría (que tan buenos resultados había dado con alcohólicos graves). Otros investigadores, como Humphry Osmond, tampoco pudieron seguir.
Unos meses antes el gobierno de Lindon Johnson había prohibido la sustancia en EEUU generando el mismo parón de la investigación médica.
¿Cuándo retomaremos este camino bloqueado? El uso del LSD y otras sustancias por la gran masa de la población llevó a una reacción histérica del gobierno que liquidó una investigación prometedora.... no sería hora de volver las cosas al punto donde fueron abandonadas. Quizá el siglo XXI esté mejor preparado para esta clase de investigaciones.

lunes, 18 de junio de 2007

FILOSOFÍA Y SABIDURÍA DE ORIENTE A OCCIDENTE

1. El servicio filosófico

Comencemos, sin más trámite, con una pregunta incómoda: ¿para qué sirve la filosofía? Una interrogante así no podría dejar de formularse en estos tiempos en los que precisamente la filosofía tiene que luchar cada día y en todos los frentes para defender su simple derecho a la existencia. Vivimos en un mundo regido por la idea de que las cosas -y las gentes- inútiles no tienen-o no deberían te-ner- cabida entre nosotros. Vivimos, o intentamos vivir, en el reino de la fun-cionalidad, en el reino de la eficiencia. Intentamos hacer de nuestras vidas algo productivo. Si no es útil, ¿qué sentido tiene permitir su existencia? Si no nos hace la vida más fácil, o más segura, o más divertida, o más cómoda, o más rentable, ¿quién, en su sano juicio, podría dedicarle un minuto de su propia vida? Nuestro mundo reposa por entero en la tranquila identidad de lo bueno, lo legítimo y lo útil. Lo inútil es una carga, un peso muerto. Algo ante lo cual es preciso perma-necer alerta y de lo que es necesario desembarazarse una y otra vez.
La filosofía, si ha de ser una ocupación legítima, deberá decirnos, para empezar, cuál es el servicio que nos presta. ¿Simplifica la existencia, la resuelve, la hace más llevadera? ¿Nos proporciona información valiosa sobre el universo y sobre nosotros mismos? ¿Ayuda a eliminar carencias, a satisfacer necesidades, a combatir aquello que nos amenaza, a vencer nuestras debilidades? ¿Nos prolonga la vida, nos aporta nuevas fuerzas, nos hace mejores?
Lo más fácil, para alguien que dedica buena parte de su tiempo a la filo-sofía, o que vive y come de ella, sería contestar afirmativamente a algunas o a todas estas preguntas - y a otras más. No dudaré un instante en que tal cosa sea posible. De hecho, es algo que encontraremos en casi todos los discursos que intentan justificar la presencia de las disciplinas filosóficas en el mapa de la cultu-ra en general y de los saberes universitarios en particular. Saber en qué ayuda la filosofía dentro de un mundo como el que nos ha tocado en suerte vivir no es en absoluto un saber inútil. Pero es más que probable que justificar su existencia y determinar su necesidad sean dos cosas muy distintas.
Quizá escandalizará conocer la verdadera respuesta, la única decente: la filosofía tiene, desde luego, pleno derecho a la existencia - pero justamente porque no sirve para nada. La dignidad y la prenda más alta de la filosofía consis-te en que no es útil, no es medio o instrumento para alcanzar fin alguno. El pen-samiento no funciona si de lo único que se trata es de plantear y resolver problemas o de diagnosticar y solucionar conflictos. A pesar de haberla engendrado, la filosofía no es lo mismo que la ciencia. Y, a pesar de su innegable parentesco, tampoco deberíamos confundirla con la religión. El pensamiento es, por el contrario, aquello que ningún saber podría aplacar y ningún poder lograría poner del todo a su servicio. La imposibilidad de que la filosofía sirva y se someta a algo diferente de ella misma es lo que real y efectivamente la vuelve -o la conserva- interesante. Pero vayamos por partes.
La filosofía es una invención relativamente moderna, dicho sea esto a pesar de que todos sabemos que tiene unos venerables veinticinco siglos de histo-ria. Es moderna no por su edad, sino por el sueño que la vio y la hizo nacer. Ese sueño, en el mundo técnico, se encuentra práctica y materialmente realizado. Posiblemente sea el sueño de todos los hombres en todas las circunstancias de su historia: en suma, es el sueño de vencer a la muerte. Ganarle el paso al paso del tiempo. La filosofía ha nacido -y acaso nace todos los días- con esa idea fija en mente.
Sócrates, verdadero inventor del género, decía con todas sus letras que le importaba bastante poco morir: la filosofía le había enseñado a no temer a la muerte - porque la filosofía consistía precisamente en saber que sólo muere la parte mortal de cada uno de nosotros; a saber: el cuerpo. La filosofía fue inventa-da para hacer del cuerpo -de lo mortal- una especie de accesorio, un instru-mento prescindible, un útil que podría ser desechado en el momento en que ya no daba servicio. ¿Qué filósofo que se precie puede sentir miedo ante la extinción de su parte más despreciable? ¿Qué otro servicio podría aportar la filosofía al hom-bre común además de esta docta resignación ante la caducidad de todas las cosas que encontramos en la vida - de todas las cosas que pasan?
Que pasan como una exhalación. La filosofía es un saber, pero un saber que sólo puede ocuparse de lo que es. El "ser", tal es el grandioso y nada inútil invento de la filosofía. No está nada claro qué sea eso del "ser", del "ser" así, en general; por lo pronto, tomemos nota de que lo que la filosofía quería, en su acta de bautismo, era prepararnos para la muerte. El "ser" se inventa en el mismo movimiento en que debe ser inventado algo que no muere con la descomposición del cuerpo. Por ello, el "ser" aparece al mismo tiempo que el alma. Tampoco sabemos bien a bien qué sea eso del "alma", pero bástenos imaginar a un cuerpo: todo aquello que el cuerpo no es, eso es el "alma". Nada más.
Y nada menos. Si el alma se construye negando minuciosamente todo lo que el cuerpo es, con el ser pasa lo mismo: se construye (filosóficamente) negan-do con minuciosidad -y encono- todo lo que el pasar es. El servicio de la filosofía no es, no ha sido, en absoluto, algo insignificante. Nos ha proporcionado una seguridad, un abrigo, una esperanza, una verdad. A fin de cuentas, nos ha premiado con el bien más preciado: con la verdad una.
¿Qué verdad? ¿En qué consiste ese gran servicio de la filosofía? Hela aquí: que nuestras pequeñas verdades -las que nos regalan los sentidos, las que nos vamos construyendo poco a poco en una vida que nos pasa como una exhala-ción- son mentiras. La verdad que, de principio a fin, nos ofrece la filosofía es que sólo lo eterno es verdad. ¿Y qué es lo eterno? No está nada claro. Pero con-formémonos con imaginar el paso del tiempo: todo aquello que el paso del tiem-po no es, eso es lo eterno.
¡Vaya si me estoy contradiciendo! En un comienzo dije que lo más inte-resante de la filosofía era que no servía para nada; ahora digo que el invento más importante de la filosofía -es decir: el Ser, el Alma, la Verdad, lo Eterno- es el invento más útil entre todos los que el ingenio humano ha alumbrado en este mundo. El más útil porque gracias a él todo en la vida aparece como algo que podría ser utilizado, que podría servirnos de algo.
La filosofía se nos presenta así como la verdadera matriz de todo saber, de toda técnica, de toda moral, de toda cultura. Al menos, de la nuestra. ¿Cómo sostener entonces que lo más interesante de la filosofía es que no sirve para nada?
La contradicción no es aparente: es real, y ningún artificio retórico nos salvaría de caer en ella. La contradicción pertenece a la filosofía. Al inventar lo contrario de lo que es -de lo que pasa-, ¿podría la filosofía haber escapado a su destino? Un destino que consiste en permanecer en el umbral de la vida - imaginando una vida verdadera sobrepuesta y contrapuesta a esta vida. La filoso-fía ha intentado cicatrizar la llaga - pero para hacerlo ha de hundirse y profundi-zar la herida que ella misma es.
La utilidad de la filosofía tiene que ver con la invención de este lugar desde el cual la vida en su fugacidad y en su irremisión podría ser juzgada. Es la invención de un no-lugar y de un no-tiempo. La gran filosofía ha ido roturando ese territorio a salvo de la descomposición y la caducidad y edificando en él sus fortalezas. En tal sentido, la filosofía sirve para lo mismo que la cultura en gene-ral: para sobreponerse a la muerte, al sufrimiento y al temblor de los individuos. Podemos imaginar a la cultura como un monumento levantado sobre las lápidas - y como un altar en el cual se bendice la interminable extinción de cada uno de los seres humanos.
¿Es esto todo? ¿Es la cultura -la filosofía- una mera negación -imaginaria- de nuestra mortalidad? ¿Es esa su principal función, su utilidad esencial? ¿En qué se distinguiría entonces de la religión, o de la técnica?


2. De cultos, cultivos y culturas

El mundo del rocío
sólo es rocío, sin embargo,
sin embargo...

Issa Kobayashi

Para responder estas interrogantes, repasemos rápidamente qué son las culturas. En esencia, son modos de habérselas con lo desconocido, modos de gestionar -y contabilizar- lo indisponible. La cultura es una estrategia de control, una forma de hacer habitable, aprovechable y comunicable un entorno - la forma general de domesticar una alteridad. Se trata, en el fondo, de poner lo no humano al servicio de lo humano. Para ello, cada cultura establece pactos y sacrificios, y genera e impone múltiples regulaciones. En consecuencia, "cultura" es -a la vez- un culto y un cultivo. Ellas son una red de preceptos y prohibiciones, un entramado de hábitos y cursos de acción. Y de las diversas formas que adopte esta relación con lo desconocido podrán distinguirse y caracterizarse las formas esenciales de una cultura.
Quizá no sea posible reconocer lo propio de una cultura o de una civili-zación como la Occidental sin remitirse a lo que ella no es, sin reconocer las opciones que ella misma, en su historia, ha ido adoptando y desechando. Lo pro-pio sólo aparece en el contraste, en el trasluz de lo ajeno. Para el caso, la identi-dad de Occidente se mide por la distancia interpuesta con respecto al "mundo primitivo" y al "mundo oriental" - denominaciones ambas que sólo dan fe de un gesto -típicamente occidental- de repudio y de falsa superioridad. ¿Porqué Occidente se recorta por encima de ese fondo de sociedades sin Estado y de so-ciedades históricamente estacionarias? ¿Qué es lo que Occidente ha rechazado y qué es lo que ha abrazado para fundarse a sí mismo en su identidad-y-diferencia?
Para acercarnos a una respuesta inicial, permítanme comparar, breve-mente, tres "filosofías" que son tres modos fundamentalmente distintos de rela-cionarnos con el mundo.
Preguntémonos, por principio, qué es la sabiduría. ¿Es lo mismo que la religión y la filosofía? Los grandes sistemas de pensamiento que han ido mol-deando la autoconciencia de un pueblo como el chino difícilmente podrían coin-cidir con semejantes denominaciones. El confucianismo no es ni una religión ni una filosofía, sino un sistema de preceptos para la acción: una ética. El taoísmo y el budismo tampoco pueden ser reducidos al talle de lo que en Occidente se en-tiende por religión. Ambos son caminos de autoconciencia, métodos de perfec-cionamiento espiritual. No hay en ellos rasgo alguno de divinización de los pode-res y las fuerzas. Taoísmo y budismo son estrategias de autoconocimiento, no sistemas de creencias . Así, mientras que el confucianismo es una ética para el Estado, el taoísmo es una sabiduría de uso individual. Andando el tiempo, el budismo sabrá extraer de ambos sistemas los ingredientes necesarios para encon-trar y proponer una vía de mediación.
Por otra parte, concebirlos en cuanto filosofías resulta igualmente forza-do. No es suficiente señalar su carácter sistemático-racional, o su ascenso hacia formulaciones cada vez más abstractas y de índole omniinclusiva, para empare-jarlos con lo que desde Grecia se reconoce como filosofía. La diferencia no atañe a las características externas del discurso, sino a sus presupuestos básicos. O, para decirlo con Brice Parain, la diferencia concierne a la naturaleza de la apuesta que en uno y otro caso se pone en juego.
La filosofía emerge del fondo mitológico en un movimiento que remeda el emerger de lo humano del fondo de la naturaleza. Es, en rigor, una confianza, una voluntad, una autonomía: una separación. La filosofía (griega) nace en el útero de la mitología, y lo hace de manera independiente de -o antagónica a- la sabiduría de la India o de China. La diferencia esencial remite a esta seguridad: los griegos apuestan a "vencer a la vida con el razonamiento" . La filosofía apuesta -ya que nada lo garantiza- por la exacta correspondencia de las pala-bras con las cosas, del pensar con el ser. La apuesta griega consiste en creer que la inteligencia es capaz de resolver todos los enigmas. "La audacia era afirmar", dice Parain, "que era posible el acuerdo entre el lenguaje y lo real, a través de palabras quizá irreales" .
En la sabiduría de China y de la India nunca se jugó semejante apuesta. Venció otra cosa, la desconfianza en el poder del pensamiento para concebir, justificar o regir la existencia. Lo esencial, para esas culturas, no consiste en acordar e identificar vida y pensamiento, sino en aprender a liberarse de la exis-tencia. En resumen, al pensamiento asiático no le faltó un presupuesto ontológico fuerte ni, mucho menos, cierto rigor discursivo, sino "la ambición de la conquista y la apuesta metafísica" . En Oriente falta la filosofía - porque sobra la sabidu-ría.
Por lo mismo, la filosofía define a Occidente (y viceversa): una apuesta - convertida en empresa.
La sabiduría es, fundamentalmente, lo mismo que una estética: remite a un ámbito que el lenguaje -y la técnica- no pueden profanar, es decir, identifi-car y poner a su servicio. El arte no dice qué sea lo real - tan sólo puede, me-diante metáforas o insinuaciones, mediante símbolos e indicaciones, aludir a ello. La sabiduría quizá solo enseña una y otra vez lo mismo: que las cosas exceden siempre a las palabras, que la experiencia no cabe en fórmulas de buen o mal vivir. En particular, el taoísmo apunta a lo real - pero no abriga la esperanza de conquistarlo. Sólo confía en que el pensamiento termine disuelto en su silencio. Las palabras - ellas nunca alcanzan ni someten a lo real. "Una montaña" dice esta sabiduría, "es una montaña y no es una montaña". Ninguna fórmula -ni verbal ni numérica- puede tocar directamente a la esencia de lo real o influir en sus nervaduras. La sabiduría de Lao Tsé establece que "no basta trabajar para ganar el mundo".
La sabiduría del Tao excluye al Uno. Todo es dual. Los principios fuerte y débil, diurno y nocturno, paterno y materno, celeste y terrestre, forman, en su oposición complementaria, en su relatividad y dinamismo, un ciclo eterno que no conoce ni el principio ni el final. Las fuerzas no se oponen en términos morales -la luz nunca es "mejor" que la oscuridad-, y su juntura conflictiva no conoce el reposo ni el fin. El Tao no es ni el origen ni la meta: es el paso, el camino. Y es también la soledad. "La doctrina taoísta", explica Chantal Maillard, "se presenta (...) como la adversaria del confucianismo por cuanto que desprecia lo que éste aprecia: las normas sociales, la etiqueta, las costumbres; evita lo que éste procura: la erudición, el conocimiento histórico, la prevención del futuro, y niega lo que éste asume: el deber del gobierno por parte del sabio" .
El Tao es el camino de la lucidez que no se doblega ante lo necesario.
Tao designa lo que no admite signo. La estrofa LXIX del Tao Te Ching así lo manifiesta: "Hay una cosa confusamente formada/anterior al cielo y a la tierra./¡Sin sonido y sin forma!/de nada depende y permanece inalterada,/se la puede considerar el origen del mundo./Yo no conozco su nombre,/la denomino dao" . Ese Tao es un nombre que no dice aquello a lo que apunta. "El nombre que puede ser nombrado", sentencia la estrofa XLV, "no es el nombre permanen-te. Lo que no tiene nombre es el principio de todos los seres" . No hay manera de allanar el camino al misterio profundo que constituye "la llave de las transforma-ciones de los seres". La dualidad cielo/tierra es lo originario, y esta escisión es previa a todas las cosas. Es irreductible al lenguaje.
Al Ser, al Mundo "no lo piensa quien lo piensa" .
En consecuencia, el Tao es un modo de designar la ausencia de ser. No remite a un principio absoluto -y pleno- que sería el Ser, o el Bien, o Dios, o el Todo. "Entender el Tao es entrar en la oscuridad" . La apuesta de Occidente ha sido, según veíamos, la (eficaz) concordancia del lenguaje con las cosas. Necesi-ta, en consecuencia, postular la plenitud -la ocupación- del ser. Pensar la esen-cia de las cosas en términos de vacío y nulidad simplemente prohibe la posibili-dad de manipularlas. Es la exigencia, el deseo de dominar la existencia lo que rige a la filosofía (y a la religión). Y como el deseo nos mantiene atados a las manifestaciones, a los aspectos de las cosas, sólo con la suspensión del deseo es posible captar la -hueca, vacía- esencia del Tao.
La acción y el conocimiento quedan, en esta experiencia, sensiblemente debilitados en cuanto fuentes de poder o en cuanto valores. "Los conocimientos son la superficie del dao,/y el principio de la necedad" . El afán de conquista aparece en toda su inanidad. "El que actúa fracasará, el que aferra algo lo perde-rá" . Ni la actividad ni la sujeción al proyecto salvan a los hombres de su fugaci-dad. Por el contrario, el Tao los predispone a una recuperación de la simplicidad, la inocencia, la espontaneidad y la ignorancia propias de los niños. A los niños se les ha enseñado a saber, a convertir todo en un rito, a ser rectos, a ser buenos, a ser virtuosos, a ser útiles. Se les ha apartado del Tao. Se les ha moralizado.
En cuanto se desentiende de salvar al mundo, el Tao no es una moral, sino una sabiduría. Una estética.
Si, en lugar de favorecer su crecimiento, llega a hacerse más importante el ajuste de los individuos dentro de sus colectivos, la representación del mundo tenderá a moralizarse. Esto significa que el conocimiento racional coincidirá con las exigencias de la virtud. Las exigencias prácticas se rigen por una necesidad elemental de tener y mantener bajo control. Ahora bien, ¿quién puede cumplir con esta exigencia? Las pasiones son fuerzas que sólo la razón -es decir: la ley- se halla en posición de encauzar. La razón opera sobre las pasiones de diversos modos. Uno de ellos es el rito. Allí encuentran aquéllas un medio de expresión que no pone en peligro los supuestos del orden (público). De lo que se trata es de codificar las transgresiones. No hay que violentar a la naturaleza, sino regularla.
Tal es la esencia del confucianismo. Hay que pisarle la cola al tigre - acostumbrándolo a ello sin suscitar -ni permitir- su rebelión.
La inteligencia queda así reducida a la capacidad de juicio moral; en par-ticular, la distinción de lo bueno y lo malo pasa por el reconocimiento de la nece-sidad de la (auto)renuncia. Lo perfecto, en el código de Confucio, es la obedien-cia: la observancia del deber. La naturaleza humana coincide exactamente con su opuesto: la "humanidad" no es otra cosa que la negación de la naturaleza.
Esta negatividad se encuentra ciertamente emparentada con la filosofía occidental. Someter la naturaleza al proyecto -sujetar la espontaneidad del ser al mando de la ley- es, desde Grecia, uno de los rasgos definitorios de toda la empresa filosófica. Sin embargo, a Confucio le preocupa sobremanera el cambio. El orden sólo puede garantizarse en la inmovilidad absoluta, y por ello aconsejará la estricta observancia de un código en el cual cada designación conserve su nexo con la cosa designada. "Que el príncipe sea príncipe; el ministro, ministro; el padre, padre; el hijo, hijo" . La única garantía del orden es la univocidad de las designaciones - y la rectificación de los nombres. Lo cual, simple y llanamente, veda toda posibilidad de progreso. En la sistematización de Confucio, el orden es estacionario - o no será.
Se observará, al margen, que Confucio reúne en un solo código lo que en Occidente ha exigido dos instancias: una ciencia del buen gobierno (Maquiavelo, o el Estado) y un recurso a la humildad y la obediencia (Cristo, o la Iglesia) . Eso es justamente lo que Occidente reconoce como su "legado inmortal". Confu-cio es el verdadero precursor del "humanismo" . Precursor, también, de una definición política del animal humano. De lo que se trata es de que todas las leyes -las naturales y las de los hombres- coincidan en la garantía de ajuste del indi-viduo en su orden social. "Los antiguos", se lee en La Gran Ciencia, "deseando ilustrar la virtud más alta por todo el imperio, primero ordenaban bien sus propios Estados. Deseando ordenar bien sus Estados, primero regulaban sus familias bien. Anhelando armonizar bien a sus familias, primero se cultivaban bien ellos mis-mos. Deseando cultivarse a sí mismos, primero enmendaban sus corazones. De-seando enmendar sus corazones, primero trataban de ser sinceros con sus pensa-mientos. Deseando ser sinceros en sus pensamientos, primero extendían al máxi-mo sus conocimientos.
En esta extensión del conocimiento descansaba la investigación de las cosas. Investigadas las cosas, el conocimiento se completaba. Completados sus conocimientos sus pensamientos eran sinceros. Sinceros sus pensamientos, sus corazones se corregían. Rectificados sus corazones, sus personas eran cultivadas. Cultivadas éstas las familias eran reguladas, sus Estados gobernados con rectitud. Gobernados sus Estados con rectitud, todo el imperio se hallaba tranquilo y fe-liz" .
La lógica y la moral aparecen, en el confucianismo, en tierna confusión.


3. La necesidad de hacerse obedecer

Ahora abandonemos a los chinos y volvamos a ese magnífico invento griego que es la filosofía. En su núcleo, según hemos visto, se encuentra la esperanza -y la exigencia- de hacer que coincidan las palabras con las cosas. A esta coinciden-cia los griegos la pensaban bajo la palabra logos, que para nosotros viene a coin-cidir más o menos con la palabra "razón". ¿Qué es la "razón"? Permítasenos expresarlo así: la razón es un radio. Es decir: el camino más corto entre el centro y el límite. Aún hoy, la razón se deja definir como una necesidad básicamente económica: explicar el mayor número de cosas con el menor número de supues-tos y de conjeturas.
La transición del mito a la filosofía puede seguirse como este progresivo y nunca completamente alcanzado reemplazo del mundo politeísta de las fuerzas por el mundo monoteísta del principio único. La multiplicidad -el "politeísmo" mítico- es el correlato de los sentidos. La unidad -el "monoteísmo" filosófi-co- es el correlato de la razón.
Este "paso" de lo múltiple sensorial a lo único racional, ¿es un progreso o, al contrario -como sostendrá un Nietzsche-, una degeneración o un debili-tamiento de la fuerza? Este "paso" es, a la vez, el progresivo abandono de lo concreto y la correspondiente entronización de lo abstracto. ¿Con qué propósito? Fundamentalmente, para fijar la esencia de una cosa -lo que esa cosa tiene de propio- y no distraerse con sus transformaciones.
Y, ¿para qué queremos que las cosas se estén quietas? ¿Para qué se les extirpa su agitación y extravío? La respuesta parece obligada: para que, converti-das en útiles, nos puedan obedecer.
Y, ¿para qué queremos que nos obedezcan? Se dirá: para sobrevivir. Tal vez sea necesario agregar que la obediencia de las cosas, su servidumbre, tiene un efecto secundario que llega a hacerse prioritario. El dominio que mediante el saber alcanzamos sobre las cosas -y sobre las personas- puede, según se ha dicho, llegar a persuadirnos de que es posible escapar a la muerte y al dolor, que podemos encontrar un sitio a resguardo del destino.
Las dos grandes invenciones de la filosofía antigua son las ideas de ar-khé y de physis. Se refieren al principio de algo y a su actualización. En términos cibernéticos: se refieren al programa y a la posibilidad de "correrlo". El abando-no del politeísmo y su reemplazo por el monoteísmo expresa el triunfo de la vo-luntad de dominio sobre la experiencia trágica. Si se siguiera pensando en térmi-nos de "dioses", ¿cómo asegurar su obediencia? Los griegos sustituyeron a la voluntad divina por el libre juego de la fuerza - y ésta, para obedecer a la volun-tad humana, tiene que pensarse en un sentido impersonal.
En el mito, las fuerzas son plurales, pero están sacralizadas. "Todas las cosas están llenas de dioses", mantendrá el primer filósofo. En la filosofía se encuentran ya desprovistas de prohibiciones, pero todo termina concentrándose en una fuerza única, eterna, abstracta, monopólica. Una fuerza oculta. La verdad está siempre escondida (Heráclito dixit), no se halla al alcance de los sentidos. Por lo tanto, no está al alcance de cualquiera. Rechazar la verdad que captan los sentidos es también un rechazo de la capacidad del hombre común para encontrar la verdad.
Retomemos ahora, para terminar, nuestra interrogación inicial. El servi-cio de la filosofía depende de lo que esta apuesta garantiza. No podemos decir que, en el mundo actual, esta promesa esté frustrada o aparezca todavía por cum-plirse. Sólo que no ha sido la filosofía, propiamente, quien ha alcanzado semejan-te cumplimiento. Ha debido transformarse en otra cosa: ha debido cristalizar en el mundo de la ciencia, de la técnica y de la política. La promesa de la filosofía la han cumplido las ciencias.
La pregunta por la utilidad de la filosofía se transforma entonces en la pregunta por el lugar que ahora le corresponde a la filosofía.
En el mundo moderno, la pregunta por el qué cede inexorablemente su sitio al para qué. Ya no qué es, sino para qué sirve. La filosofía tiene fama de ser una ocupación inútil y hasta insensata. En el mundo circuncidado por la técnica y la política la filosofía no encuentra fácilmente su sitio. En el ruidoso mundo de la información, ¿cómo escuchar el silencio? ¿Cómo dar abrigo a la fragilidad de la palabra que huye? ¿En qué discurso se encarna la pluralidad del lenguaje? ¿Cómo decir el paso, la pérdida, la eternidad del instante?
Por una parte, vuelve a alzarse un sueño de ecumenismo. La filosofía (es decir: Occidente) debe abrirse a una síntesis con lo que ella no es: Oriente, Áfri-ca, el mundo arcaico. Síntesis de lo Mismo con (su) Otro. Promesa de reconcilia-ción, de unificación, de pacificación. "En nuestros días", se puede leer en un libro de texto, "el sueño de la razón debe apuntar hacia la búsqueda de una nueva civi-lización: la del nuevo milenio, que debiera ser la síntesis de la cultura europea con las de Asia y las de África" . Este sueño consiste en recuperar el sueño de la razón: no abandonarlo, no soñar otra cosa. Recobrar la razón: volver a la filoso-fía.
Pero, ¿es la filosofía una respuesta a preguntas nacidas fuera de ella misma, fuera del horizonte que ella, al emerger, abre al pensamiento?
La contradicción que advertíamos al principio de esta exposición reapa-rece nuevamente. Por un lado, la filosofía ha procurado servir a las necesidades de supervivencia de toda una civilización. Por otro lado, la filosofía se abre hacia todo aquello que, en lugar de garantizar la mera supervivencia, expone lo humano a lo que no puede en absoluto ser puesto a su servicio. En cuanto a lo primero, la filosofía ha cumplido; en cuanto a lo segundo, ni siquiera se trata de una promesa.
Porque no se trata (solamente) de supervivencia. El servicio que ha pres-tado la filosofía no es, según se puede concluir, nada despreciable. Pero su digni-dad, su necesidad, aparecen ya en otra parte. Aparecen justamente en su indepen-dencia respecto del mundo de la utilidad y del trabajo. La filosofía no es ya un instrumento para juzgar la vida y poner bajo nuestro control infinidad de objetos y procesos de la naturaleza. No es un medio para alcanzar la "emancipación" del género humano. No es el discurso de una verdad que se encuentra por encima de la fugacidad de la existencia. La filosofía es extraña porque se ocupa de la extra-ñeza (profunda) de todas las cosas.
Lo cual significa que la filosofía, como la cultura, es inerradicablemente equívoca. Se encuentra rajada entre la voluntad de ley y la experiencia trágica. Se encuentra atravesada por la doble exigencia de saber y de pensar. Se encuentra desgarrada entre la sabiduría y la técnica. Está partida entre la vocación de servi-cio y la soberanía absoluta. Entre la divinidad y lo demoníaco. Entre la poesía y la policía.
¿Estamos en el punto en que el servicio de la filosofía -y la filosofía del servicio- consisten en hacer dentro del mundo humano un lugar a lo que por ser no-humano podría salvarnos de nuestro propio ensimismamiento? ¿Servirá la filosofía para ayudarnos a desviar la mirada desde nuestro propio ombligo hacia todo lo que nos estamos perdiendo? ¿Será el mayor servicio del pensamiento el hacer que nos percatemos de que no todo ha de ser convertido en medio de asegu-ramiento, en garantía de dominio, en condición de sujeción? En suma, ¿dejará la filosofía de servir como estrategia maestra de domesticación de la existencia?
Pero lo más seguro es que todas estas preguntas resulten perfectamente inútiles. Acaso sólo aspiren a armarnos de paciencia, virtud de la que han hecho gala y que he de agradecer sinceramente.


Dos apéndices

a) Oriente y Occidente: la estética

¿Cuál es, por ejemplo, la estructura básica del arte en Occidente? Desde Platón y Aristóteles lo sabemos: la mímesis. Aunque no se trata de una reproducción de lo que aparece y se da a los sentidos. La mímesis platónica es la re-presentación de la Idea. Es la visibilización de lo invisible. Y en Aristóteles, el arte es la escenifi-cación no de la "realidad", sino de sus tipos inmanentes. "En definitiva," -observa a este respecto Tomonobu Imamichi- "el principio clásico del arte en Occidente es la imitación real de lo irreal, es decir, de la forma invisible contem-plada por los talentos geniales. Por consiguiente, se debe estar en posesión de dos herramientas para realizar una obra de arte: por un lado, el poder espiritual para ver la forma invisible que debe ser representada, y, por otro, una técnica poderosa para poder ser representada" . Mímesis de lo irreal que gradualmente cede el paso a la mímesis de lo real. De Teofrasto a Daguerre hay una continuidad esen-cial en la representación. Justamente, la invención de la fotografía expone al arte -en particular, a la pintura- a una profunda reconsideración. Una reconsidera-ción que termina siendo una vuelta al origen. Lo importante no es ya la imitación de lo real, sino la expresión de lo invisible: la intimidad, el pathos del artista. En resumen, el arte, en Occidente, hace sitio a eso que los sentidos apenas adivinan.
La estética oriental no es mimética. Desde su inicio, es expresiva. Por supuesto que hay imitación, pero se encuentra subordinada al principio expresivo. Oriente parte de la expresión y se aproxima a la mímesis en un trazo que invierte el movimiento del arte en Occidente. Pero deberá hacerse notar que persiste una profunda diferencia entre ambos mundos. Lo que expresa el arte de Oriente no es, como sí ocurre en Occidente, la subjetividad. El arte oriental expresa la absorción del sujeto en el todo; el arte occidental, la afirmación del sujeto frente al todo. Y lo mismo puede señalarse a propósito de la mímesis; Occidente imita no la natu-raleza, sino la acción o la figura humana en un trasfondo natural, mientras que en Oriente lo humano pasa a un segundo término: la referencia es, esencialmente, la naturaleza. La naturaleza no domada por el hombre.
En esta distinción puede seguirse bordando y filtrando la naturaleza de Occidente. La poética oriental se rige por una voluntad de fusión. "Hacerse uno con las cosas: esa es la realización, la reunificación de lo desatendido y lo disper-so. En una palabra: tomar conciencia" . Pero para alcanzar esa fusión es menes-ter no la apropiación, sino el desasimiento. La conciencia no es asegurarse o cerciorarse, sino abandonarse. Aprender, para esta estética, es ser aquello en que la conciencia se posa. Occidente concibe el saber -el aprendizaje- como un poder creciente sobre las cosas. En Oriente, la negatividad de la conciencia no se vuelca sobre las cosas, sino que se vuelve contra sí misma: "La pretensión debe dar paso al vacío, porque 'la forma es el vacío, y el vacío, la forma'" . La fusión a la que apunta la estética oriental no es la absorción del objeto en y por el sujeto, sino la disolución de semejante polaridad. Matsúo Basho define así la pintura: "Dibuja bambúes durante diez años, hazte un bambú; después olvida todo lo que sepas de bambúes mientras estás dibujando" .
Asunción de la fugacidad: y rebeldía dolorida. O también: gratitud.


b) Las puertas de Oriente

El antes de esta decisión -fundamentalmente política- que es la filosofía, ¿está en Oriente? Heidegger no ha llevado su interrogación más allá de Grecia. Llega a la Grecia anterior a la filosofía, pero no se remonta hasta el territorio de los mitos. En contraste, Max Weber amplía el campo de observación. Lo propio de Occi-dente es, según su análisis, la generalización del principio de razón como criterio decisorio en prácticamente todas las esferas de la acción social. La racionaliza-ción burocrática es el modo propio en que Occidente ejerce la dominación, dis-tinguiéndose en ello de los modos tradicionales -mágico-rituales- y carismáti-cos -profético-revolucionarios- de legitimación del dominio. Occidente es, en tal sentido, la pérdida -progresiva e inexorable- de lo sagrado. Pérdida, al menos, de su poder de verdad y de su poder de legitimación política. Occidente es el territorio en el que la razón técnica ejerce su monopolio en cuanto acceso a la verdad y en cuanto forma de dominación. En una palabra: Occidente o el desen-canto del mundo.
El Capital (monopólico), el Estado (burocrático) y la Ciencia (como téc-nica) son los núcleos que caracterizan y rigen todo el movimiento histórico de esa entidad -por otro lado sumamente proteica- que es Occidente. Triple cristali-zación económica y sociopolítica cuyo pivote (y resultado) es la subjetividad concebida en cuanto autocercioramiento. El desencanto del mundo determina, para el sujeto, una suerte de hechizamiento e hinchamiento del sí mismo. La autoconciencia -el ego cogito cartesiano- llega a ser la fuente única de toda verdad. El sujeto moderno se capta sólo a sí mismo y queda literalmente blindado contra el afuera, contra el más allá del propio límite subjetivo. Como señala Eu-genio Trías, "dominamos el mundo desde la subjetividad, pero, en compensación, somos incapaces de 'captar algo', es decir, de abrirnos a la comprensión de aque-llo que proviene de fuera de la subjetividad, de aquellos mensajes, signos, señales o portentos que proceden del 'fuego del cielo' y que no pueden ser anticipados, previstos ni programados por nuestro dominio subjetivo del mundo" . El mundo regido y hegemonizado por la voluntad de dominio excluye la gracia y la dona-ción.
Grecia es el embrague, la "bisagra" que une y separa a Oriente y a Occi-dente. La subjetividad se provee de una tekhne merced a la cual se vuelve posible dominar la inspiración -la irrupción del afuera en el adentro- y ponerla al servicio de una "causa común": de la polis. La subjetividad se provee a sí misma de un "alma" que, a partir de Sócrates, es lo primero y lo último que debemos interrogar. El saber es, esencialmente, un saberse a sí mismo. La técnica de la autoafirmación y del autocercioramiento - al servicio de la política.
Occidente es el camino de esa clausura (epistémica y política) de lo Otro del sujeto. Y de su nostalgia, también, y de sus retornos fantasmáticos. La parme-nídea identidad del ser y del pensar deja fuera justamente todo lo que el sujeto no es - que no reconoce como "suyo". Sólo es aquello que es pensable. Aquello que "es" del pensamiento. Lo Otro del sujeto (epistémico y político) ya es de él. Blindaje contra todo aquello que exceda -o impugne- al pensamiento.
Oriente, al parecer, no ha cerrado tras de sí la puerta que se abre hacia esa alteridad radical y constitutiva. El fundamento del pensar no es pensamiento: el origen del yo no soy yo. La raíz permanece oculta e inaccesible al pensamien-to. El fondo no tiene fondo: es abismo inconmensurable, abertura impenetrable, caos. Es, también, silencio. Inaccesible al entendimiento, pero expuesto al deseo. Es "lo místico". Oriente habita en esa abertura, en esa fisura que para Occidente sólo es, en el límite de su propia subjetividad y de su propio discurso, trascenden-cia pura. Lo místico es "lo propio" de Oriente, mientras que el mundo de la subje-tividad dominadora -lo propio de Occidente- es lo otro.
La dualidad Oriente-Occidente se nos aparece entonces como una pola-ridad ineliminable. ¿Podría imaginarse una mezcla de estas opciones fundamenta-les que son también distintos destinos civilizatorios? ¿No es precisamente esa (trans)fusión lo que en buena medida caracteriza a todo lo new age? El mundo de la técnica remite -incluso por razones estrictamente comerciales- al mundo donde la técnica ya no encuentra su sentido: allí donde ella ya no manda. ¿Para qué sirve la técnica si no para llevarnos de vuelta al punto (ciego) del que partió? El "tenso y difícil diálogo" entre Oriente y Occidente está ganado de antemano por Occidente: entre otras cosas, porque la idea misma de un "diálogo" obliga a Oriente a hablar en una lengua que no es la propia. El diálogo sólo es posible si se suprime el símbolo y se le reemplaza con el concepto. ¿Piensa conceptualmente el Oriente? ¿Podría Occidente retroceder en su camino hasta volver a pensar simbólicamente?
La concepción de Oriente como el territorio de inmanencia de lo sagrado ¿es, ella misma, "oriental"? Difícilmente. Oriente sólo tiene sentido como aquello que Occidente ha debido excluir y suprimir para poder ser lo que es. En este as-pecto, Hegel tenía toda la razón: Oriente subsiste en Occidente sólo como mo-mento recordado y superado. La razón no puede "retornar" hacia ello para alcan-zar otro estatuto. ¿Querría volver al símbolo para hacerse "más racional"? ¿Que-rría hacerlo para dejar de ser razón y hundirse en el mito? ¿Qué clase de "co-nexión" puede haber entre la ratio Occidental y la mystos Oriental que no desem-boque en la sublime patraña de la new age o, a lo hippie, en nuevas formas de superstición y cretinismo?
El "viaje a Oriente" se revela así como una reedición tardía del mito de la "infancia recuperada" o de la "eterna juventud". Un nuevo gesto del Bautista: bañarse en la fuente del origen para purificarnos del mal. Para huir de esta prisión que es la profanación del mundo. Para "volver a Dios". Si Occidente es la tierra del exilio, Oriente es la "patria" original de la humanidad. "El hombre que vive el exilio occidental", continúa Trías, "poseído por el ala tenebrosa del ángel, debe encontrar el rastro celestial de ese otro lado de sí, de ese doble 'angélico' de sí mismo que es el ala luminosa, la que orienta esa Quête, esa búsqueda espiritual de dirección a la patria oriental" . ¿Puede la filosofía, sin dejar de serlo, recobrar esa lengua primordial, ese "oriente" que es nuestro verdadero patrimonio en cuanto humanidad, esa inmanencia de lo sagrado que para nosotros los occidenta-les sólo es trascendencia y separación?
Advirtamos que esta recuperación del Oriente perdido es una recupera-ción de Occidente - y para él. El mismo sueño cristiano-hegeliano de la reconci-liación -espiritual- de los fragmentos. El logos apofántico de los griegos ha revelado sus insuficiencias. Y por ello es preciso volver sobre nuestros pasos y re-instaurar el diálogo-recuperación de Oriente merced a lo que Eugenio Trías bautiza como un logos simbólico. ¿Más allá de la técnica, en el antes de la filoso-fía y la política? Escasamente. El diálogo de Oriente y Occidente, así concebido, sigue siendo política y sigue obedeciendo a la voluntad de dominio. Se sigue apostando por la conjunción: la "y" copulativa presupone la posibilidad de la fusión y el traspaso -sin restos- de contenidos. Presupone y persigue la univer-salización de esos contenidos - es decir, permanece en la órbita ecuménica de Occidente, en su voluntad de reducir el ser al tamaño del logos .

SERGIO ESPINOSA PROA
sproa52@hotmail.com

domingo, 13 de mayo de 2007

El humanismo de Unamuno

UNO


Casi en su lecho de muerte, a fines de 1936, Miguel de Unamuno confiaba a Nicos Kazantzakis, aquel griego obsesionado con la figura de Cristo: “No soy ni fascista ni bolchevique; soy un solitario”. Es muy posible que personalmente lo haya sido; mucho más difícil será conceder que su pensamiento sea verdaderamente el de un espíritu marcado hasta la médula por la soledad. Me temo que sus lamentos, sus lances, sus sueños y sus aborrecimientos son los de todo un pueblo. Un pueblo y una historia que —llegado el momento— se sienten amenazados por sus propios (aun si torvamente deseados) engendros. Es la voz de una civilización que asiste entre el espanto y la indiferencia a su propia consumación y a su propio desahucio.
Vamos a ver. El hombre al que con descomunal desparpajo se opone Unamuno es la caricatura arquitectónica, gélida y abstracta, generada por la razón científica decimonónica. A ese adefesio del positivismo le enfrenta lo que para él es un hombre “completo”, un hombre de verdad, el de carne y hueso, un humilde, batallador y sufriente mortal. Atisbos o ecos del existencialismo. Y de un existencialismo, lo veremos, tan metafísico como el de Sartre o el de Kierkegaard; es decir, en eso acabaremos, la metafísica de otro humanismo más (y no, según cabría esperarse de un verdadero filósofo, de lo otro del humanismo).
El combate de Unamuno, decimos, y ello a pesar de su proclamación de ser en sí mismo “una especie única”, no es el de un solitario. Es el de toda la civilización cristiana. No contrapone al descarnado sujeto de la razón técnica una realidad más compleja y más libre, sino, enésima vuelta de tuerca, la indestructible figura de ese animal aterrorizado, dolorido, consternado y resentido por la finitud propia y ajena. Mortal, sí, pero inasumible en cuanto tal. La soledad unamuniana es la soledad del alma cristiana cuyo problema único, de creerle al (inmortal) vasco, es la salvación.
Es evidente que la razón científica no ayuda mucho en esta empresa. Más bien la obstruye. Pues no se trata de justificar racionalmente la existencia de Dios o la inmortalidad del alma-y-cuerpo ni la del Sentido Último de la Vida, sino de quererlo. “No sé, cierto es; tal vez no pueda saber nunca, pero quiero saber. Lo quiero, y basta”. Esto, que anota en Mi religión, resume en este respecto la posición de Unamuno. Podemos preguntarnos, al margen de cada línea, si a esta bravata le corresponde el ya en nuestro tiempo extremadamente deteriorado rótulo de “filosofía”. Por lo pronto, la posición es de una franqueza que roza el histrionismo. Es, como muchos críticos (y amigos) lo han hecho notar, quijotesca.
Pero lo importante es, para nosotros, en este recodo del tiempo, hacer notar que la lucha de Unamuno se entabla con y contra Dios, el Dios del cristianismo, a fin de afirmar lo humano. Muy bien, pero ¿qué humano? “Que busquen ellos, como yo busco”, continúa escribiendo en el apunte citado; “que luchen, como lucho yo, y entre todos algún pelo de secreto arrancaremos a Dios, y, por lo menos, esa lucha nos hará más hombres, hombres de más espíritu”. Unamuno nunca sabe a ciencia cierta quién es ni qué exactamente quiere, pero conoce a la perfección qué personajes le patean el hígado. La mojigatería, la pereza, la superficialidad, el dogmatismo y el acartonamiento son los signos que por todas partes lee entre los hombres. El inicio del siglo XX contempla la eclosión de un mundo de pedantes, de oportunistas, de señoritos.
Nada tan distinto del paisaje del inicio de nuestro XXI.

DOS

Bien, payasadas y poses aparte (aunque son de lo más simpático de Unamuno), lo que Don Miguel defiende es un cierto tipo de ser humano. Al resistir el proceso de abstracción al que “lo humano” en la modernidad se ha sometido, uno se adhiere con espontánea naturalidad. Bravo, por fin un hombre de pelo en pecho, un hombre de verdad. Ser humano, o, mejor dicho, ser un hombre, no es un mero dato biogenético. Se llega a ser un hombre, ser un hombre es una conquista y jamás una dádiva no pedida. Ser un hombre, en suma, y dando un paso delante de Kant, es ser lo que se quiere ser.
Cúmplenos decir, ante todo”, leemos en Del sentimiento trágico de la vida, “que la filosofía se acuesta más a la poesía que no a la ciencia”. Sentencia que hará feliz a no pocos filósofos de este siglo incipiente. Al menos a todos aquellos que, en su misma ladera, se han cansado de reservar al pensamiento un estatuto desfalleciente y servil. “Acostarse” a la poesía tiene algo de audaz y sexy, algo que la filosofía desde años casada con Dama Ciencia ya tenía desconsoladamente perdido. Pero, una vez más, ¿con qué poesía hay que acostarse? ¿Qué cosa de la poesía es lo que solivianta y resucita a la filosofía?
Veremos enseguida algunos rasgos de la vena poética del filósofo que aquí recordamos. Mientras tanto señalemos brevemente que la Carta sobre el Humanismo de Heidegger nos mostró con entera nitidez —en su (aun si elíptica) recusación del existencialismo sartreano— hasta dónde resulta impracticable y hasta risible un ateísmo “humanista”. Suprimir (teatralmente) a Dios para erigir un altar al Hombre difícilmente será un gesto de soberanía. Reconozcámoslo: será siempre lo contrario. Creo que algo similar podrá aplicarse a toda la operación unamuniana.
Según es sabido, el primer gesto de Unamuno consiste en someter el concepto de lo humano a una reducción. Lo “humano” no es —no debe ser— ni un adjetivo ni un sustantivo abstracto. Lo humano es siempre un caso específico de ser hombre. El giro se produce en dirección al singular concreto, al —permítaseme la irremediable cita— “hombre de carne y hueso, el que nace, sufre y muere —sobre todo muere—, el que come y bebe y juega y duerme y piensa y quiere, el hombre que se ve y a quien se oye (…)”2. Un ser, en suma, que no viene deducido de ningún universal. Un existente finito, diríase en jerga fenomenológica.
El segundo gesto es, y éste justifica en realidad al anterior, el de una aproximación afectiva. El hombre “en general” no existe, pero cada uno de los hombres es “un hermano”. Los dos movimientos parecen descender del cielo de la abstracción pero de inmediato “lo humano” vuelve a sublimarse. Si somos hermanos es porque El Eterno es Nuestro Padre. A mí, lo confieso, esta hermandad en primer lugar me asquea. Por lo demás, ¿qué hacer con un hermano (o con un Padre) que jamás escucha? Y, en relación con Unamuno, ¿qué esperar de un hombre que dice luchar contra sí mismo para llegar a ser sí mismo pero que de antemano y hasta el final se parapeta sin esperanza dentro de sí mismo?
Lo humano no puede sostenerse en su vapor conceptual, pero tampoco puede hacerlo sin él. Ni siquiera la ferocidad de Unamuno ha conseguido mantener al “hombre de carne y hueso” en un horizonte existencial concreto. Ningún hombre ha llegado a ser su “hermano” —a no ser como figura retórica.
Me he despertado soñando, soñé que estaba despierto, soñé que el sueño era vida, soñé que la vida es sueño”. Unamuno busca al hombre real, pero no puede hallarlo nunca. Lo tiene enfrente y no puede verlo. ¿Por qué? Porque este hombre “de carne y hueso” no es un hombre si no es al mismo tiempo una abstracción andante. De carne y hueso y no un pedazo de pescuezo, como cantamos de niños, sino con un pedazo que no es ni carne ni hueso. La terquedad consiste en cegarse a la posibilidad de comprender que “este” hombre, por el solo hecho de hablar, es todos los hombres, es cualquier hombre, es un “yo”, es… nadie.
Me parece que Pedro Cerezo acierta cuando reconoce que el “temple de ánimo” de Unamuno es la angustia, y una angustia emanada de una existencia cercada por el no-ser. Verdaderamente, para el cristiano, en su ya largo periplo, el no-ser es temible y se le ha expulsado fuera de sí. Ser nadie es lo peor, ser nada es horripilante. Concedido, pero eso es no darse cuenta que el “corazón” o, mejor dicho, el “alma” es justamente ese no-ser o esa nada habitando en su propio interior. El humanismo de Unamuno es en tal virtud, y por exigencia sistemática, un antropocentrismo radical.
Y, tendré que justificarlo, lo que echa a perder toda su obra no es que sea radical, sino que, si no llega al final, es por no poder no ser antropocéntrica.

TRES


En la vuelta de página que a su modo es cada época, una imagen o una palabra nos lleva de los cabellos. Es incluso un mal aliento, o un mal presagio. Alguien o algo no nos sirve de aguafiestas, sino que nos explica porqué no todo es como quisiéramos. Porqué no todo es ni puede ser una fiesta. Hemos inventado algo, hemos descubierto algo, hemos comprendido finalmente algo. No importa, no será en ningún caso suficiente. Cada conquista nos aleja de nuestro deseo profundo. Quizá debido a que ese deseo es en lo profundo deseo de alejarnos del deseo.
En este movimiento contradictorio nacen la filosofía, la religión, la poesía. No las ciencias y las técnicas, que son inteligencia servil. Útil, es decir: menor. En el fondo, seguimos siendo humanos. Muy listos, sin duda. Pero por ello mismo muy dados a las lamentaciones y los berrinches. Si por la inteligencia captamos nuestra falta de eternidad, por ella misma nos embarcamos en enloquecidas y hasta vascongadas empresas de negación de esa falta.
El único problema que se plantea cada persona, tarde o temprano, sea chico o sea grande (sobre todo si ya comienza a escuchar pasos en la azotea) es el siguiente: ¿estaré o no estaré aquí siempre? Problema filosófico, sin duda. Es decir: si no leo a los filósofos, una pregunta de esa calaña seguramente jamás me habría asaltado. Supongamos que la respuesta es un grosero: “No”. “No, no estaré aquí eternamente”. Sólo parecen legítimas dos respuestas de compañía. Una: que no esté aquí eternamente me echa a perder la vida. Dos: que no esté aquí eternamente me permite valorar sin coartadas la vida.
Si hago de estas preguntas una profesión, lo más probable es que termine escribiendo (ya no digo publicando, y mucho menos vendiendo) varios libros. No por hacer de ella profesión podré resolverla. Al contrario. Se convertirá en mi modus vivendi. Con lo cual encontrar una respuesta se convierte en una verdadera amenaza.
Con esto quiero decir que la pregunta por la inmortalidad es una pregunta viciosa y perversa. Circunstancia que, por lo demás, la torna inmediatamente interesante. Al darme cuenta de que no estaré aquí para siempre me doy cuenta que quiero estar aquí para siempre. ¿De verdad? ¿No será que quiero estar aquí para siempre sólo porque me han dicho que si no estoy siempre es porque alguien igual que yo o muy parecido a mí —es decir, mi ascendencia toda— hizo algo muy muy malo?
Puesto en sintonía, concederé, si bien no de muy buena gana, que lo que yo quiero es ser, seguir siendo, es decir, no morirme. No ya. Pero, y aquí se abre el abismo de (la) verdad, lo que quiero es seguir siendo en la exacta medida en que estoy dejando de ser —eso que soy. Si muero, seré sin vuelta de hoja lo que soy. Un cuerpo, una cosa, un organismo, un individuo, una existencia finita. Un parásito. Un ser que depende de millones de otros seres.
De inmediato, la afirmación de mi vida se convierte en su contrario.
A ver si se puede decir con más (quizá menos) claridad. Soy un ser cuya afirmación de sí depende de la negación —abstracta y concreta, productiva e improductiva— de lo que no soy. Mi vida es inmediatamente la muerte —de aquello que me sirve para vivir, pero que no soy. Me alimento, me visto, me desplazo, me limpio, me desalojo, me pongo a trabajar… Para lograr todo eso, qué espanto, tengo que matar.
El “ser para la muerte” (Sein zur Tod) heideggeriano otorga indeleble fórmula a esta inescamoteable imbricación. La afirmación de un ser se hará siempre y en cualquier circunstancia a expensas de otro ser. Que no haya vida sin muerte significa que la vida de cada ser —en su unidad y en su continuidad— depende de privar de la vida a otro ser.
Está feo, pero, ¿hay algo malo en eso? ¿Es malo que los leones se coman a las gacelitas? ¿Es malo que las gacelitas se coman a las hierbitas? ¿Es malo que las hierbitas se coman a las piedritas?
No, no es malo. Es “natural”. Eso lo saben los hombres, en la cúspide de las cadenas tróficas. Pero las cosas cambian por completo si preguntamos: ¿es malo que un hombre mate para vivir? ¿Es malo que yo mate para seguir viviendo? Preguntas que, girando en las cabezas, dan origen a la pregunta: ¿es malo que yo me muera un día?
Puedo decir: sí, es malo. Pero igualmente puedo no decirlo. Con razón o sin ella, con el corazón o sin él. Que yo muera un día puede que no tenga nada qué ver con el bien y con el mal. Quizá —y esto es lo trágico— el sentido de mi vida consista íntegramente en suspender el juicio de si es bueno o malo morirse un día.

CUATRO

Ahora bien, el cristiano simplemente no puede adaptarse a ello. Si su existencia es resultado de un juicio —el Juicio de Dios—, no puedo imaginármelo resignándose a dejar de ser un día. Pero esto ocurre porque ya decidió que era bueno o malo existir. Y bueno, precisamente por eso cree en Dios, porque es el juicio trasladado a ese no-lugar absoluto que es el no ser antes y después de qué él mismo (en cuanto individuo, en cuanto organismo) sea. El lugar del juicio absoluto (el que me sirve para decidir que es bueno vivir y que es malo morir) es ese lugar que existe como resultado de la negación absoluta de la justicia.
Nadie puede estar allí. Pero yo, que juzgo mi mortalidad como producto de un pecado, como resultado de un mal, necesito a alguien que me hable desde ese sitio. Bueno, que me “hable” seguramente es mucho pedir. Necesito confiar en que alguien —el Summum Esse— está (ha estado y estará) allí por siempre.
Considero —ya se veía venir— que esta exigencia es injusta. Injusta no conmigo y mi insufrible “yo” (y el de todos los demás), sino con la vida.
Y considero también que “el problema” de Don Miguel de Unamuno —y lo que nos da siempre de qué hablar— es que su obra es la formulación más patética —pero también, o, por lo mismo, la menos autoengañosa— de esta injusticia vital y existencial que constituye el cristianismo en su totalidad.
Irle a uno con la embajada de que se haga otro, es irle con la embajada de que deje de ser él”, escribe en el más filosófico de sus ensayos3. Exactamente. Se agradece en todo momento la claridad norteña. Traduzcamos. La inmortalidad del alma es el blindaje que el cristianismo ha edificado en torno de los seres humanos. “Yo” consiste en la inverosímil obcecación de seguir siendo “yo” hasta cuando mi cuerpo —no “mi”, sino el cuerpo que me sostiene y soporta como corpus— se encuentre desperdigado a los cuatro vientos.
Lo propio del sentimiento y de la experiencia del cristianismo —lo comprendemos sin dobleces desde San Pablo y desde Hegel— reside en la negación de la muerte. Pero esta negación —y esto es mérito de Pascal, de Kierkegaard y de Unamuno— en absoluto es “natural”. De hecho, esta negación es el origen de todo lo que de artificial hay en el hombre.
Volvamos (sin pretender resolverla) a la pregunta moral: ¿es bueno o es malo que el hombre sea un animal artificial? Hay que preguntar una y otra vez, pero sólo para escapar aunque sea momentáneamente de su fuerza gravitatoria.

CINCO

Conócete, mortal, mas no del todo…” Tal es el “secreto”. La idea es pregnante porque (Epicuro dixit) de la muerte no es posible, en rigor, saber nada. El secreto del mortal es su mortalidad. Pero la fuerza (y la debilidad) de nuestros artificios amenaza el secreto. Unamuno se “vela” ante él. Pero lo guarda porque no puede soportarlo. Allí radica toda la diferencia.
La diferencia consiste menos en resignarse ante la inevitabilidad del fin que reconocer en ese límite la posibilidad más alta —la más profunda— de ser humanos. El humanismo de Unamuno, como el de Sénancourt, es un humanismo del rechazo a la mortalidad. Este rechazo no es trágico, es rechazo a lo trágico. Sólo en ese rechazo se puede esperar que alguien grite a su Dios inexistente: “pues si tú existieras, / existiría yo también de veras”. ¿Qué clase de existencialismo es este de un existente que por ser finito se sitúa en posición de juez de su propio existir?
Por decirlo sin ambages: este ultracatolicismo nordibérico quiere pasar como “cosmovisión trágica de la vida” sin parar mientes en que lo trágico consiste en que no hay cosmovisión posible. Su noción de lo trágico procede sin duda de un hegelianismo deteriorado. No se trata de enfrentar dos fuerzas que nunca se comprenden pero que son igualmente positivas. Lo trágico es el desencuentro permanente entre fuerzas múltiples que luchan consigo mismas, que luchan y se afirman en su no ser.
Se comprende el dilema Unamuno (y Agustín, y Pascal, y Kierkegaard): Dios es una Idea, Dios es el verbo. Pero su ser lingüístico no alcanza para otorgar a su portador un viático a la eternidad. El hombre de carne y hueso sufre por eso mismo: porque no es solamente un soplo, una palabra, una Idea… Todo ocurre, fijémonos, de modo contrario. Si ese Dios existiera, o, más bien dicho, por el extraño hecho de que Dios existe justamente como personificación de lo inmortal, yo no puedo existir “de veras”.
El cristiano imagina que lo trágico es la existencia a la vez anudada y disociada de un cuerpo y de un alma. Es trágico ser algo que decae y fenece —y al mismo tiempo algo que se eleva y se sostiene en la visión de lo no mortal. Pero considera trágica esa escisión porque, según lo hemos anticipado, es incapaz de afirmar su existencia sin un juicio previo. Es un problema lógico: sé que yo muero, pero en el instante mismo en que lo digo escapo un poco de esa muerte. Pues “yo” muere pero no muere propiamente. ¿Y qué? La muerte no es algo que se encuentre en mano de yo alguno. Seguramente yo puede matar o ser muerto, pero yo, hágale como quiera, no puede morir.
El cristianismo cumple el prodigio que ninguna otra religión había logrado (porque no se trataba de eso). El problema de las religiones politeístas (o uno de ellos) era que los dioses no podían morir. El Dios judío tampoco, vaya absurdo. Sólo el Dios del Nuevo Testamento ha acumulado el poder suficiente como para tocar la muerte, como para darse la muerte (en su Hijo). Ese sí que es poder. Quizá demasiado.
Que este Dios se mate —que conozca el secreto— en su Hijo provoca en el existente finito una exaltación casi sacrílega. Esa muerte es la única forma de matar (a) la muerte. Pero entonces Dios no sostiene más al existente finito, sino que se yergue delante y por encima de él con una violencia excesiva. Tanto fulgor lo acaba cegando. El existente finito “ve” a Dios y a la vez queda infinitamente desconectado de él.
Tu ensangrentada huella
por los mortales campos encamina.
hacia el fulgor de tu eternal estrella;
hay que ganar la vida que no fina,
con razón, sin razón o contra ella.
El precio —esto es lo decisivo— el precio de la vida eterna es impagable. La solución del cristianismo es una solución lógica, pero en su potencia deja a la propia lógica necesariamente en suspenso. Este Dios es el Dios más potente de la historia humana porque ha llegado incluso a juntar en sí mismo el poder de morir. Sólo que al morir —aquí, una vez más, lo decisivo— torna imposible (a) la muerte. A ese Dios sólo estando muerto podría conocérsele.
Así espero a que me muera
para verlo, pues única soporta
la muerte a la verdad nuda y entera.
El Dios-que-muere posee un movimiento que eleva al existente finito a una altura nunca antes alcanzada. No hay más. Al parecer, es un Dios creado para hacer justicia a ese existente. Pero posee al mismo tiempo, y de manera ineliminable, un movimiento que vuelve a arrojar al cieno más fétido a su creatura. Es un quiasmo. Un quiasmo que suscita una doble locura, una “paradoja”, un delirio de direcciones encontradas.
Sólo muerto puedo conocerlo, pero, muerto, ¿qué queda de mí para poder conocerlo? Nada. Una dicha que es desdicha, una luz que sólo es tiniebla. “Toda vida a la postre es un fracaso”, llora Unamuno, y ese llanto viene de haber visto demasiado. El poeta ve que la vida es un engaño, pero al llegar a su fin también descubre un engaño en la otra vida. Tendríamos que dar un paso más: desde el fin, desde el límite mismo de la vida, el poeta comprende —pero si este poeta persiste en su cristianismo no podrá o no querrá hacerlo— que la vida es un engaño sólo en virtud de que ha podido ser juzgada desde “la otra” vida.

SEIS

El “hombre de carne y hueso” que defiende Unamuno retorna una y otra vez a su guarida metafísica. Uno se pregunta si en algún momento atinó a salir de ella. Pues lo que según todo esto nos hermana no es la mortalidad, sino la imposibilidad congénita de afirmarla. Se le aplicará al “hombre Unamuno” su propio soneto: “Esa tu queja, / siendo egoísta como es, refleja / tu vanidad no más”. Podemos estar de acuerdo en eso de que “sólo el dolor común nos santifica”, pero no sin advertir que el dolor metafísico derivado de la conciencia de la finitud es un invento de cierto pueblo. Y una invención emanada no precisamente de la fuerza.
El pueblo al que pertenece Unamuno se ha colocado en una posición original y finalmente insostenible. Insoportable.

Por si no hay otra vida después de ésta,
haz de modo que sea una injusticia
nuestra aniquilación; de la avaricia
de Dios sea tu vida una protesta.

Será, por tanto, la escritura unamuniana, una herejía consentida. La posición conquistada es la de un juicio infinito. Si no es posible saber con absoluta certeza, hagamos posible querer con toda la fuerza. Pero, querer ¿qué? ¿La vida eterna? “Feliz es solamente aquel que experimentó el vértigo hasta el estremecimiento de todos sus huesos”, escribe Georges Bataille, “y que ya sin medir para nada su caída de pronto recobra el inesperado poder de convertir su agonía en una alegría capaz de paralizar y transfigurar a quienes la encuentren”4.
Unamuno no sería —que en gran parte lo es, admitámoslo— otro predicador más si no fuera por la claridad y la animosidad de su lamento. El cristiano se desespera entre la esperanza de otra vida y la nostalgia ante lo que esta vida es. Quizá no se trate de desear la eternidad futura. Quizá lo que padece el alma cristiana es la nostalgia ante aquello que ocurre. Esta nostalgia se percibe en palabras como las que siguen:

Es revivir lo que viví mi anhelo
y no vivir de nuevo vida nueva.

Pero “revivir lo ya sido” significa que no pude vivirlo en cuanto tal en su momento. Y no lo pude hacer porque previamente me habían enseñado a despreciar esta vida.
Despreciable sólo a condición de tragarme enterito el —productivo— engaño consistente en poder vislumbrar primero y ocupar después el lugar capaz de burlar a la muerte.
Un doble y poderosísimo engaño, pues. El mismo Dios que me ha hecho desear la vida eterna me ha enseñado —y forzado— cada instante a despreciarla. Gracias a Él he aprendido a “devorar las horas sin paladearlas”. De ahí que lo de Unamuno, su “fiero desacato” sea un sacrilegio consentido. Lo es no porque no “convenza a nadie”, sino porque él mismo está privado del poder de romper el círculo encantado que se cierra entre Dios y el Hombre. Entre ese Dios y ese Hombre.
Finalmente. El famoso hombre de carne y hueso de Unamuno no tiene en verdad nada que ver con el concepto abstracto de “Humanidad”, pero tiene todo que ver con el concepto más restringido aunque igualmente abstracto de “Cristiandad”. El cristiano es un hombre, sin duda, pero esa clase de hombre que —digámoslo en síntesis— ha perdido la capacidad de existir sin juzgar. Que sufra, que goce, que sueñe, que espere, que llore o que celebre… que muera, sobre todo que muera, le parece obra de una gigantesca injusticia.
Lo paradójico es que esa injusticia sólo puede concederse arribando al lugar desde el cual podría revertirse. Sólo que llegando allí, ya nada podría modificarse. Dios ha muerto, sí, pero sólo para extraer del mortal su “fiero desacato” —que es su mortalidad misma, su límite, su finitud absolutamente inocente.
Por mi parte, y para cerrar de una buena vez este desvaído comentario, diré que el hecho de que Dios haya abandonado a su Hijo en la hora nona es lo único que del cristianismo me parece en verdad perdonable.
El resto, como muy bien declaró Unamuno con su peculiar insistencia, es pura vanidad.

Sergio Espinosa Proa


1 Ponencia presentada en el I Simposio Internacional “Unamuno y nosotros”, Facultad de Filosofía, Universidad Autónoma de Querétaro, Querétaro, 21 de noviembre de 2006
2 Miguel de Unamuno, Del sentimiento trágico de la vida, Editorial Óptima, Madrid, 1997, p. 47
3 Ibíd.., p. 54
4 Georges Bataille, “La práctica de la alegría ante la muerte”, en La conjuración sagrada. Ensayos 1929-1939, Adriana Hidalgo editora, Buenos Aires, 2003, p. 254. El párrafo continúa: “La existencia mística de aquel para quien la ‘alegría ante la muerte’ se ha convertido en violencia interior no puede hallar en ningún caso una beatitud satisfactoria en sí misma, comparable a la del cristiano que saborea anticipadamente la eternidad. El místico de la alegría ante la muerte no puede ser considerado como un acorralado, porque está en condiciones de reírse con total liviandad de cualquier posibilidad humana y conocer cualquier encanto accesible: sin embargo la totalidad de la vida —la contemplación extática y el conocimiento lúcido que se producen en una acción que no puede dejar de volverse riesgosa— es su destino, tan inexorablemente como la muerte para un condenado”. Por mi parte, me habría gustado muchísimo ver a Unamuno reír de verdad.
Universidad Autónoma de Zacatecas

jueves, 26 de abril de 2007

CONVERSACION ENTRE EL MARQUES DE PIANESSE,...

... MINISTRO DE ESTADO DE SABOYA, Y EL PADRE EMERY, EL EREMITA, LA CUAL HA PROVOCADO UN GRAN CAMBIO EN LA VIDA DE DICHO MINISTRO, O DIÁLOGO ACERCA DEL EMPEÑO QUE SE DEBE PONER EN LA PROPIA SALVACIÓN1

Introducción y notas: Lourdes Rensoli Laliga, Universidad Europea de Madrid

Traducción: Quintín Racionero Carmona, Universidad Nacional de Educación a distancia/ Lourdes Rensoli Laliga

Publicado en: Revista de Humanidades. Universidad Andrés Bello, Vol. 12, dic.2005, pp. 123-163, bajo el título “G. W. Leibniz contra el escepticismo: nueva traducción de un diálogo”.


Puede afirmarse sin reparos que estamos frente a una obra clave de Leibniz, quien, además de esmerarse en la belleza y elegancia de su construcción y de su estilo, aborda en ella varios problemas constantes en su pensamiento, coordinados por la correspondencia entre fe y razón, y entre metafísica y moral. Forma parte de la polémica leibniziana contra el escepticismo, mal que puede atacar aun a los más virtuosos y de más claro entendimiento. En este diálogo se desarrollan las ideas esbozadas en el Diálogo entre Teófilo y Polidoro2 y se caracteriza muy nítidamente a los personajes: el sabio de fe inconmovible, y el hombre de mundo, culto y bienintencionado, pero casi convencido de la ineficacia de toda empresa de envergadura en favor del bien común. Los argumentos del Marqués, contagiado por el escepticismo, especialmente religioso y moral, son rebatidos por Émery desde el plano científico y metafísico y el arte del razonamiento, tanto como desde el plano existencial y moral.

Esas mismas ideas serán abordadas, desde una perspectiva práctica y organizativa en la Memoire pour les personnes éclairées et de bonne intention (1692). Constituye así un modelo de controversia en la que el contrario es convencido mediante la apelación a varias ramas del pensamiento, que encuentran su unidad en la correspondencia entre fe y razón y el consiguiente nexo entre metafísica y moral, pero también en la refutación de los argumentos de algunos pensadores escépticos relevantes, cuyas citas Leibniz no duda en manipular para hacerlas concordar con sus principios. Niega también la concepción platónica acerca de la filosofía como preparación para la muerte para sostener en su lugar una idea de la filosofía como terapia moral, guía para la vida o Methodus Vitae3, función en la que se advierten resonancias espinocistas

Parece posible además trazar un paralelo entre este diálogo y Le Livre du gentil et des trois sages, de Raymond Llull (también se aprecian elementos comunes con la obra de Abélard Diálogo entre un filósofo, un judío y un cristiano4). Llama particularmente la atención la obra de Llull, por cuanto el esquema en ambos casos es muy similar: un hombre honesto, de gran talento y de vastos conocimientos, de vida meritoria--más por fidelidad a la tradición moral y por intuición que por verdadera convicción sobre principios cuya fundamentación desconoce o se cuestiona-- pero de poca o ninguna fe religiosa, que nadie le ha transmitido o que se ha vuelto insegura a causa de incertidumbres y desengaños, se deja vencer, llegado a cierta edad, por el desánimo provocado por la hipocresía y los vaivenes humanos y sociales, pero también al plantearse el sentido de la vida y la cercanía cada vez mayor de la muerte. Duda del valor de sus conocimientos y de sus buenas acciones, cree haber perdido su tiempo en conquistar saberes que se extinguirán con él, y es reconfortado y transformado por alguien que lo convence de la existencia de Dios y/o de Su bondad, justicia y misericordia, con lo que todas las vidas cobran sentido aunque, en el caso de Leibniz, éste último papel corresponda siempre a un sabio cristiano, de profunda piedad, y en el de Llull a tres, representantes de cada una de las religiones del Libro.

Una traducción previa de este importante escrito al español fue hecha por el difunto Prof. Ezequiel de Olaso5a partir de una de las versiones incompletas del original, únicas disponibles entonces6 . Esa es la razón por la que, pese a su alta calidad, no recoge el opúsculo leibniziano más que parcialmente. Aparecida ya la versión definitiva de este tratado, es posible ofrecerlo a especialistas y estudiosos íntegramente en español.

L.R.L.

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El Marqués de Pianesse es muy conocido en el ámbito mundano. Émery Stahl era un cumplido gentilhombre alemán, capacitado para llegar muy lejos en la corte. Pero en buena hora Dios lo sacó de ella: tomó una decisión extraordinaria, sobre todo para un hombre joven habituado a los placeres y que poseía bienes acordes con su condición, y fue la de dejarlo todo e ir en busca de un eremitorio en las montañas de Suiza. Allí vivía en la más absoluta simplicidad, tenía siempre el alma elevada al Cielo, y hasta sus momentos de descanso no tenían sino a Dios como objeto. Pues se complacía en contemplar las maravillas de la naturaleza: estudiaba las cosas simples, de las cuales sabía extraer admirables esencias, y todos aquellos grandes conocimientos que lo habían hecho brillar en el mundo, expurgados de cuanto tenían de profanos, no le resultaban sino otras tantas representaciones diversas de la belleza y grandeza de Dios, de la que estaba prendado. Había tenido un maravilloso talento para las matemáticas y querido probar si podría imitar la exactitud de éstas en las materias más relevantes7. Entre [sus] papeles se encontraron algunas cosas a este respecto que un día podrán publicarse. Practicaba grandes actos de caridad hacia los pobres, e incluso llegó a suministrarles remedios cuyos efectos fueron maravillosos. Tales éxitos resultaban contrarios a su deseo de permanecer oculto. Pues su eremitorio hacía gran ruido en los ámbitos mundanos y mucha gente creía que poseía la famosa piedra filosofal. Príncipes y grandes señores iban a verlo para satisfacer su curiosidad, pero él los desengañaba muy pronto, porque no les hablaba más que de Dios y de la virtud, lo cual hacía con tanto ardor y fuerza, que no hubo ninguno que no fuera tocado hasta el alma, y algunos tomaron y pusieron en práctica vigorosas resoluciones para romper todas las cadenas de las consideraciones humanas.

El Marqués de Pianesse fue de esos. Había ido a ver a nuestro Eremita con ese espíritu mundano que no busca más que novedades. Desde el principio resultó fascinado por la dulzura de sus hábitos y sorprendido por la austeridad de su vida. Sostuvieron juntos muchas conversaciones, en las que el Marqués salió adelante hábilmente, pues poseía una gran vivacidad de espíritu, pero trataba los asuntos de piedad de un modo muy ligero. Esto causó gran pena al Eremita, que lo estudiaba cuidadosamente para conocer su lado débil y atacarlo por ahí. Muy pronto notó que el Marqués hablaba con frecuencia de la vanidad de todas las cosas del mundo, y aunque esto pareciera favorable a la piedad y al retiro, el Eremita, que era sutil, se percató de que el Marqués lo tomaba de modo muy distinto y de que estaba infectado por el escepticismo, como es común entre la gente encumbrada, y odiaba toda dedicación a cosas que no concernieran visiblemente a los sentidos y al interés inmediato. De este modo, tenía una gran propensión a incluir, también entre muchas investigaciones vanas, una extraordinaria preocupación por las cosas celestiales, y creía sin duda que bastaba con guiarse por ejemplos y atenerse a la costumbre.

Habiéndole tomado el pulso lo bastante, y convencido de que no era ahí donde residía su mal, el Eremita llevó la conversación hacia las ciencias, y dijo que tenemos motivos de dar gracias a Dios por tanto medios como nos ha dado para conocerlo y amarlo. Replicó el Marqués que siempre había creído que no sabemos casi nada, que los matemáticos eran más bien curiosos que útiles, salvo aquellos que tienen esta [ciencia]8 como profesión, que la medicina estaba mal atendida, la moral llena de fantasías, la teología sujeta a difíciles controversias; que su opinión era dejar las investigaciones sobre la naturaleza a los curiosos de profesión, no seguir en moral sino la costumbre, y en materia de fe, a la Iglesia; que había visto muchos personajes de gran reputación, pero que nunca había visto ninguno capaz de hacerlo creer que tuviesen un conocimiento de Dios y de la naturaleza realmente superior al común; que con frecuencia veía muchos melindres y alardes de tal; que se hacían monstruos de algunas pequeñas curiosidades o de ciertas austeridades capaces de deslumbrar al hombre vulgar, pero que en el fondo todos éramos igualmente ignorantes, cuando se trataba de cualquier cosa de importancia. En fin, que esperaba estar desengañado al respecto y que estaba firmemente convencido de que, si había una persona en el mundo capaz de hacerlo cambiar de opinión, sería aquella a quien tenía el honor de hablar.

Todo esto lo hacía con el propósito de obligar al Eremita a revelarse un poco, pues el Marqués esperaba ver una exhibición, puesto que le habían hecho pasar al Eremita por un Adepto9. Pero éste imprimió un giro total al caso: hizo saber al Marqués que no se atribuía a sí mismo nada que estuviese por encima de lo común, salvo la aplicación, pues opinaba que los hombres no difieren más que por eso. En esto consiste principalmente la gracia que los distingue, porque puede decirse que la naturaleza los ha favorecido a todos por igual. Pues Dios dota de atención a aquellos que quiere retirar de la corrupción pública. No necesita de revelaciones ni de milagros para con ellos10. Tampoco es necesario que tengan conocimientos más sobresalientes que el común, ni sobre la naturaleza ni sobre Dios. Pues las semillas de las verdades más importantes están en el alma del último de los campesinos, de modo que sólo es preciso reunirlas y cultivarlas con cuidado. Es decir, no se pueden considerar las cosas a la ligera; hay que tomar una inviolable resolución de remitir todo a un fin que es el de perfeccionarse; y, como si se tratase de obtener un cargo o de lograr cualquier otra gran fortuna, hay que mostrar la misma solicitud que se ve entre los prudentes del siglo, acordes con sus fines.


-- No poseo otro secreto (dijo él) que enseñar a aquellos que buscan, no pequeñas curiosidades, sino algo grande y sólido. Pues si yo tuviese panaceas y tinturas11, que no las tengo, las consideraría como nada a cambio de la medicina universal de las almas. No me sorprende entonces, Señor, que menospreciéis todos los apegos, porque os imagináis que no existen más que cosas sorprendentes y extraordinarias que lo ameriten. Pues éstas sólo se encuentran raramente, o puede ser que nunca, del modo como las queréis. Y yo, que creo que las cosas ordinarias como el fuego y el agua son las más eficaces, me imagino que lo que existe de extraordinariamente útil no consiste sino en el uso y en la aplicación. Veamos los Elementos12 de los geómetras. Nada hay más simple que los axiomas y las preguntas que se encuentran al comienzo de este libro. Y sin embargo, su sola combinación ha producido tantas verdades sorprendentes. Es entonces en esto en lo que la costumbre difiere de la razón: aquellos que la siguen no profundizan en nada. Son semejantes a un escolar que se contentara con leer los axiomas de Euclides sin pasar a los teoremas que se extraen de ellos, o a un escéptico que se burlase de los geómetras que se jactan de conocimientos extraordinarios y que no tienen ninguno, que no extraigan de verdades tan elementales y tan triviales que uno se avergonzaría de comunicarlas en grupo. Vos, Señor, por el contrario, no queréis sino novedades clamorosas, signa et prodigia13. Pero cuando no se os dicen más que cosas ordinarias y se os hace ver que debéis tener por vos mismo el cuidado de extraer de ellas alguna cosa de importancia para vuestra perfección, aunque se os muestre el método para ello y uno se ofrezca para abriros el camino, os cansáis. Sin embargo, ese es el orden de las cosas. Es la Providencia la que así lo ha establecido. Nada se sabría si no se supiera a partir de los principios, que son siempre fáciles. Un hombre que conociera de memoria las bellas proposiciones de los geómetras sin conocer sus demostraciones habría recargado su memoria, pero no habría perfeccionado su espíritu en lo más mínimo. Es lo mismo con respecto a la ciencia de Dios y del verdadero camino. No se os puede decir más que cosas ordinarias, pues hay que comenzar por los principios fáciles que admitís, pero si os aplicáis, se producirá en vos un feliz cambio del cual quedaréis muy sorprendido.


El Marqués de Pianesse: Dudo mucho que la razón pudiera establecer cualquier cosa sólida en las cuestiones prácticas, pues en moral no hay más que la costumbre, y la fe en materia de religión, que pudiera seguirse.


El Eremita: Distinguís la costumbre y la fe en apariencia, pero del modo como los tomáis, me parece que vuestra fe no es sino una especie de costumbre en materia de culto. Si hubiérais nacido mahometano14, diríais otro tanto.


Pianesse: Doy gracias a Dios por lo que soy.


Eremita: Un musulmán no lo haría15.


Pianesse: ¡Qué queréis que haga uno! Dios concede su Gracia a quien quiere.


E: Sin duda. Y también a aquellos que la desean.


P: El desear mismo es una gracia de Dios.


E: Pero si el desear no consiste más que en una fuerte resolución de aplicarse a lo que atañe a la Salvación, es inútil buscar la fuente de la voluntad. Pues lo que se puede desear preferentemente de Dios y de la naturaleza no sería suficiente, si no hubiera necesidad más que de voluntad o de atención para ser feliz o inexcusable.


P: Esa aplicación que recomendáis sería útil, si hubiera apariencia de sacar provecho de las búsquedas. Pero la experiencia hace ver que no existe nada tan inútil, y aunque se quiera abandonar la costumbre, para meditar y para seguir una pretendida razón, uno se perdería de inmediato en un laberinto de disputas. Pues veo que los hombres casi nunca quedan de acuerdo, que no hay medio de salir de las dudas y que las meditaciones mismas no sirven más que para confundirnos. Me parece que la naturaleza no nos ha hecho para disfrutar de la verdad, sino para regularnos por las apariencias. Es por esto por lo que hace largo tiempo que he tomado la resolución de no inquietarme más por esos pretendidos conocimientos y me contentaré con seguir una forma de vida fácil y libre de todas las reflexiones que abruman.


E: Tened cuidado, Señor, de que no os descuidéis demasiado y no ofendáis a Dios, que no os ha dado ese espíritu penetrante para que sólo os sirva para observar la superficie de las cosas. Creo que más adecuado sería confesar nuestra pereza, que la naturaleza sin duda nos ha hecho para un fin más noble que las bestias, que se siguen entre sí ciegamente hasta precipitarse las unas sobre las otras. Por lo tocante a la incertidumbre que creéis encontrar por doquier, os podría revelar su causa y su remedio, si lo aceptáis.


P: Tendría un gran placer en ello. Pues lo que avanzáis acerca de un remedio contra la incertidumbre me parece una paradoja, y las paradojas agradan cuando una persona de espíritu como vos les da un cierto aspecto de bella apariencia.


E: Estoy muy lejos de ese humor que se complace en las paradojas, y no expongo más que cosas de las cuales estoy convencido. No será sin duda para contribuir al placer que recibís de la novedad por lo que intentaré satisfaceros, sino que sacaré provecho de vuestra inclinación para volveros más atento. He aquí la causa de la incertidumbre y de las disputas sin fruto; del remedio hablaremos después. Hay comodidades e incomodidades, bienes y males en todas las cosas del mundo, sagradas y profanas. Es esto lo que perturba a los hombres. Es esto lo que hace nacer esa diversidad de opiniones, al mirar cada uno los objetos desde un cierto ángulo. No hay sino muy pocos que tengan la paciencia de mirar el otro lado del asunto hasta ponerse en el lugar de su adversario16; es decir, que quieran, con la misma aplicación y con espíritu de juez desinteresado, examinar el pro y el contra a fin de ver de qué lado debe inclinarse la balanza17. Pues se necesitaría bastante tiempo para ello, y nuestras pasiones o distracciones no nos lo dan. Ordinariamente estamos imbuidos de un cierto espíritu de contradicción y nos vanagloriamos de no escuchar nada, o no encontramos nada que criticar. Nos esforzamos sobre todo en oponernos aparentemente a aquello que los hombres ordinarios acostumbran a juzgar o a desear. De tal modo, todo lo volvemos problemático, y puesto que nos complacemos en las disputas, ¿por qué nos sorprendemos si todo es discutible por aquellos que se detienen en consideraciones ligeras? Además de que ordinariamente no se razona para sacar provecho sino para divertirse. Vos mismo, Señor, habéis dicho que queréis seguir la costumbre, y sin embargo decís que os complacéis en las paradojas, lo cual no supone seguirlas. Los sentimientos singulares nos otorgan una elevación imaginaria por sobre los otros; nos sentimos pesarosos de hablar como la gente vulgar, aunque seguimos el torrente de la corrupción general. Esto es porque no buscamos sino hablar y parecer bien y nada más.

Cuando damos con una réplica justa o ingeniosa con qué dejar perplejo a quien nos ha comunicado alguna proposición, aun cuando sea ésta útil y bien fundada, solemos contentarnos con tal victoria y pasamos a otras materias sin examinar quién tenía razón en el fondo--al menos mientras no se trate de algo que nos interese--, pues nos sentimos muy a gusto con un fracaso que, con algunos visos de razón, acaricia en realidad nuestra pereza con alguna apariencia de razón. Todo esto viene de que no tratamos la mayor parte de las cuestiones más que por juego y como descanso, en vez de llegar a una conclusión que pudiera tener alguna influencia en la práctica de nuestra vida; del mismo modo que los estudiantes de filosofía discuten sobre las virtudes, vicios y pasiones, sin que esto les afecte en manera alguna.


P: ¿Queréis acaso que uno vaya a romperse la cabeza con mil cosas de escasa importancia? ¿No basta con que cada cual siga su vocación y el camino que ha tomado en la vida tras una deliberación madura? El resto debe servir más para divertirnos que para afligirnos.


E: Basta, sin duda, que cada uno siga su vocación; pero corresponde a nuestra vocación esforzarnos por comprender nuestra vida y por ratificar nuestro juicio en las materias importantes que pueden hacer cambiar nuestra manera de actuar. ¿Creéis acaso que Constantino el Grande habría tomado nunca la decisión de hacerse cristiano, o que Carlomán, tío de Carlomagno, habría abandonado el trono para no ocuparse más que de su salvación, si no hubieran hecho más que reflexiones superficiales? Me diréis que Constantino el Grande vio un milagro y que Carlomán se excedió, quizás hasta os burlaréis de la simplicidad de su época. Estoy de acuerdo con vos en que el cuidado de los negocios y el celo en la piedad no son incompatibles; así la acción de Carlomán no es siempre un ejemplo que haya que seguir. Pero por lo que se refiere al milagro que empujó a Constantino a convertirse al Cristianismo, no es cosa bien comprobada, y si lo estuviera, creo que la voz de Dios, que nos habla en nuestro interior, tiene que tener tanto poder sobre los espíritus como la visión de un prodigio que asombra al hombre vulgar. Por esto desearía que los hombres se decidieran a veces a hacer una especie de retiro espiritual, con el fin de considerar con calma su estado presente y su porvenir, para así tomar alguna resolución rigurosa, no para abandonar el mundo, sino para librarse de esta indiferencia peligrosa.


P: Creedme, ha habido muchos que se han dejado llevar con frecuencia por estas reflexiones; pero viendo que esto no les ha producido más que una turbación en el espíritu que envenena la dulzura de la poca vida que nos ha concedido la naturaleza, las han abandonado, al ver que cuanto más se piensa, más se confunde uno. Yo he sido de estos soñadores; pero Montaigne y La Vayer18 me han curado de esta especie de enfermedad.


E: ¡Ah, Señor! ¿Qué me decís? Ese es el auténtico modo de ahogar todo sentimiento cristiano y hundirse en el abismo de un lamentable escepticismo. Yo no podría leer estos dos autores sin sentir piedad por su ceguera y por los males que causan en las almas. Le doy gracias a Dios, no porque haya recibido de El más talento que los demás, pues con gusto lo cedería, y confieso que es una desgracia corriente el que precisamente los que tienen más espíritu y saber tienen menos devoción; pero yo he recibido de Dios una gracia que valoro más que todas las otras y que muchas gentes no aceptarían, y es que estoy penetrado por las santas verdades y que oigo retumbar en mi oído esa voz que nos llama al juicio. Por eso no me ocupo de nada en lo que no encuentre algo que corregir y no hay cuidado alguno que no me proporcione ocasión de relacionarlo todo con la gloria de este Dios que amo. Vos no podríais creer, Señor, cuánta dulzura encuentro en este modo de vivir, y si los hombres tuvieran ordinariamente alguna experiencia de ello, muchas gentes envidiarían mi felicidad. Estoy convencido de que el mundo es una especie de ciudad, tan bien ordenada como es posible, de la que el Señor tiene la sabiduría y la fuerza soberanas19. ¿Cómo podría yo no amar a tal maestro, que es la bondad misma y que no me deja nada que desear? Pues si tengo la suerte de mantenerme hasta el final en estos sentimientos, tan fáciles por su gracia y tan razonables, tendré asegurada una felicidad que sobrepasa toda imaginación; y si me alejo de Dios, por poco que sea, no veo más que miseria en la condición de los hombres. Es por esto por lo que no me asombro de que aquellos que no profundizan bastante no lleguen de buen grado a reflexiones serias; pues ellas les darían una imagen muy desgraciada de su estado, sin hacerles ver remedio alguno. Un esclavo encadenado en una galera hará esfuerzos por alejar sus pensamientos de su desgracia, y quien espera el suplicio a la salida de la prisión se hundirá en una especie de estupidez para no sentir los tormentos por anticipado. Pero aquellos primeros cristianos, que esperaban la corona del martirio, encontraban placer en sus cadenas y cuando pensaban que iban a entrar en la Gloria tras pasar algunos momentos dolorosos. Estaban muy lejos de hablar como Montaigne, que pretende que se vaya a hundirse en la muerte con la cabeza baja y sin pensar en ella, o lo menos posible20.

Creo que me concederéis que quien tiene estos sentimientos generosos y está satisfecho con el porvenir puede hacer reflexiones compatibles con la dulzura de la vida y osaría decir que no se podría saborear todo lo bueno de ella, sin estar persuadido de lo que acabo de explicar; pues no estamos en una prisión que nos da mil pesares21, y, al salir de allí no esperamos suplicios aún mayores que los que suelen sufrir los criminales. Pues aquellos a quienes se les corta la cabeza no sienten casi nada al morir, y la mayor parte de los que mueren en su lecho sufren tormentos de agonía que superan a menudo los que se les hace padecer a los criminales. Pero hay todavía algo que temer más allá de la muerte. Pues pese a cualquier esfuerzo que hiciéramos por disociarnos de los cuidados del porvenir, no está en nuestro poder impedir que nos vengan de pronto pensamientos enojosos, que nos hacen preocuparnos, a pesar nuestro, por lo que será de nosotros, y que sirven de admonición a los que son corregibles y de castigo a los malvados, pues esta amargura es saludable para los unos e insoportable para los otros. Pero los que no sienten nada deben considerarse aún más desgraciados, porque Dios no les concede siquiera la gracia de advertirles. Es sin embargo cierto que los que no escuchan su voz son más dignos de castigo que aquéllos.


P: Vuestro discurso me cansa y me incomoda, y si hubiera previsto que ibais a desembocar ahí, me hubiera guardado mucho de daros ocasión.


E: ¿Cómo es posible, Señor, que os moleste que se os proponga una manera de vivir con una satisfacción sin igual de la que podéis esperar todo y no temer nada?


P: Vos me pintáis un terrible cuadro de la vida y de la muerte y para tranquilizarme me hacéis castillos en el aire; pues todas esas bellas promesas se esfumarán cuando se las examine sin prevención, y con frecuencia he oído decir esas cosas a hipócritas o visionarios. Esto hace que evite esas discusiones inútiles tanto como puedo.


E: Por mi parte sostengo que uno de los más grandes pecados es desviar con toda intención el espíritu de la atención necesaria. Eso es apagar lo que queda de la luz divina, es oponerse a la gracia naciente, es acercarse mucho al pecado contra el Espíritu Santo.


P: Son grandes palabras, pero no tengo costumbre de dejarme deslumbrar por su brillo. Creo que basta con haber examinado las cosas una vez de cerca para tomar una resolución, y cuando la decisión está hecha hay que atenerse a ella, sin confundir más el espíritu; de otro modo se sufrirá constantemente, flotando entre el miedo y la esperanza22.


E: Respondo con una comparación en una materia que os es familiar. Imaginaos que estáis situado en un bastión que se ha tomado al enemigo; se tienen razones para temer que haya una mina escondida debajo; la buscáis en vano, y, cansado de buscar, os veis obligado a descansar, pasara lo que pasara finalmente. No dejaríais de pasar muchos momentos muy malos en esa inquietud, y el menor ruido os produciría un miedo mortal, a menos que fuerais muy brutal o estuvierais muy endurecido, o dotado de un natural excelente a toda prueba, o si estuvierais acostumbrado a superar las pasiones por medio de la razón. Pues es cierto que la razón os ordenará distraer el espíritu de este cuidado inútil que no resuelve nada y que os impide el reposo. Pero esta misma razón no quiere que dejéis de pensar en algún nuevo modo de aseguraros y haríais muy mal en rechazar la más mínimas nuevas perspectivas en un asunto de esta importancia, so pretexto de que ya os habéis ocupado bastante de ello, y que no hay que inquietarse más. Es cierto que tendríais el derecho de hablar así, si estuviérais seguro de haber hecho todo cuanto un hombre puede hacer, y si tuviérais un método que os asegurara que no habéis dejado atrás nada. Esto os eximiría de todas las investigaciones futuras, lo que es posible en efecto cuando se trata de buscar esta mina; pero me habréis de confesar que sóis demasiado escéptico como para creer que es posible encontrar un método semejante para las cuestiones más alejadas de los sentidos. Sin embargo, ¿no es extraño que pretendáis dispensaros de todo cuidado porque el azar no ha favorecido vuestros primeros esfuerzos y porque estáis desanimado? Con seguridad, si se tratara de excavar en la tierra para buscar esta mina peligrosa, no seríais tan negligente, y os preocuparía el que la pólvora os pudiera arrancar brazos y piernas, haciéndoos arrastrar un resto de vida peor que la muerte. Y sin embargo, cuando se trata de la miseria o de la felicidad suprema, afectáis una falsa tranquilidad que un día os costará cara.


P: Pero de eso se sigue que no podría ya hacer otra cosa, si es que hay que buscar perennemente, o si hay que escuchar siempre a los que se entrometan a darnos lecciones.


E: Dais un nombre odioso a mis advertencias salvíficas. Mas no temáis que haya demasiada gente que os quiera hacer la corte en este sentido. Conocen demasiado su mundo. No seréis perturbado por esa parte. Vuestros negocios no deben servir de pretexto. Pues esta hora que vamos a emplear, si tengo la suerte de haceros consentir, ¿podría causar daño a vuestras ocupaciones por grandes que pudieran ser?


P: Sois muy acuciante y hay que daros esa satisfacción. Pues os considero lo bastante como para no querer pasar ante vos por un obstinado, pero sólo a condición de que no me importunéis más en lo sucesivo con esas cosas.


E: Esta condición es inicua, pues, ¿pretendéis que soy yo quien ha encontrado justamente este momento favorable que Dios os ha quizás guardado? Sabed que un solo golpe no derriba un árbol y pensad que exigís de mí algo que iría directamente en contra de vuestros intereses y que ni depende de mí el prometerlo ni de vos aceptarlo.


P: Después de hacer cierta violencia a la resolución que había tomado de no involucrarme más en discusiones de este tipo, habéis despertado en mí cierta curiosidad por escuchar lo que diréis. Pero tened buen cuidado en no afirmar más que lo que sea sólido. Sabéis que yo soy cristiano, gracias a Dios. Pero quiero que os remontéis hasta la fuente y que hagáis como si estuvierais con un hombre que no os acepta nada, ni siquiera lo que cree en el fondo de su alma. Pues, ya que me habéis tratado de escéptico, tomaré el personaje y las armas para haceros arrepentir de ello.


E: Lo que decís, Señor, lejos de intimidarme, me produce placer. Pues hay pocos, de los que se precian de pertenecer al gran mundo, que no tengan necesidad alguna vez de algo que reconforte sus creencias, y prefiero con mucho que contestéis hasta aquello que creéis de corazón, que ver que me otorgáis algo, a modo de ventaja, para sacar después algún provecho.


P: Pues bien, entremos en materia.


E: Siempre he reconocido que el escepticismo es la fuente de la incredulidad y del poco apego a las cosas espiritua­les que observo en las gentes del mundo. Pues se imaginan que la mayor parte de las cosas que se debaten en las cátedras son pura fantasía. Han observado con frecuencia que los que predican hablan según sus intereses y a pesar de todo no son los más convencidos; han visto que se mezclan cantidad de absurdos y debilidades entre las enseñanzas de piedad; han descubierto muchos falsos devotos, y, cuando se los refuta, la vivacidad ordinaria en las gentes que siempre han figurado en las compañías les proporciona una ventaja sobre los que han tomado partido por la devoción, que se apartan o que se les aparta del siglo y cuya humilde simplicidad es desarmada muy pronto por el aire imperioso y despreciativo de los otros, que sólo con impaciencia toleran que se vaya a perturbar sus placeres o negocios. Si quisieran llevar a término la indagación, quizás podrían finalmente orientarse; pero su ligereza o distracción no les permite aplicarse, y, habiendo reconocido por una infinidad de ejemplos que es fácil discutir todo aquello que no se refiere a los sentidos, creen que no hay nada seguro, y se persuaden fácilmente de que los dogmas positivos no son sino efectos de algunos hipócritas hábiles o de algunos espíritus melancólicos, a los que la naturaleza o la fortuna han quitado o prohibido los placeres que censuran en los otros.

He reconocido en varias reuniones que se habrá ganado mucho cuando se haya hecho renacer el ansia de buscar la verdad, que la desesperación de encontrarla había abolido.


P: Habéis dado justamente con el punto en el que soy más sensible. Pues muy a menudo he reconocido que todos somos ignorantes en la medida en que somos; que todos nuestros razonamientos no están fundados más que en suposiciones, que carecemos de principios para juzgar las cosas, que no hay regla alguna de verdad, que cada uno posee un sentido particular, y que no hay en éste casi nada de común. ¿De dónde vendrían si no todas las discusiones, que han hecho decir a un antiguo que los relojes coinciden más que los filósofos?23 ¿De dónde vendría el que todas las discusiones no desemboquen en nada, que no veamos nunca que un hombre hábil ceda ante otro, y que incluso muchas personas, de las que creo que buscan la verdad sinceramente, no se encuentren casi nunca en el camino?


E: Quizás no sea difícil desarrollar todo esto. Pues suponga­mos, por placer, que se pudiera encontrar la verdad, que se pudiera establecer principios irrefutables, que hubiera modo de hallar un método seguro para extraer de ellos las consecuencias importantes, y que Dios mismo nos enviara esta nueva lógica desde el cielo. Estoy sin embargo seguro de que no por esto dejarían los hombres de embrollarse, de la manera en que lo hacen ordinariamente.


P: Si me hicierais ver esto, ya sería algo.


E: Esto es fácil de ver, Señor: os pregunto si no me concedéis que hay medios de cerciorarse de las soluciones que se dan en Geometría.


P: Lo admito.


E: Y, a pesar de ello, hay gentes que se confunden extrañamente, testigos de lo cual son esas pretendidas cuadraturas del círculo o duplicaciones del cubo. De modo que estoy seguro de que tendríamos una geometría tan incierta y tan refutada como la metafísica, si hubiera más escritores semejantes a un tal Bertrand de la Coste24 y a un buen hombre que conocí en Paris, que llamaba a su libro 'Haec nova novis' y que prometía nada menos que ofrecer la cuadratura del círculo, la duplicación del cubo y el movimiento perpetuo, todo a la vez.


P: Eso es cierto, y admito que a veces nos sucede que poseemos buenos principios y no nos servimos de ellos. Pero, ¿cómo sabremos si los que tenemos son buenos y si los utilizamos correctamente?. Pues la geometría está bastante verificada por los sentidos y por los acontecimientos, cuyo auxilio nos es inútil en las materias espirituales y que miran al futuro.


E: La naturaleza ha sido con nosotros más generosa de lo que creemos y tenemos otros medios para juzgar las cosas. Si hubierais tenido ocasión de profundizar en geometría, habríais visto que sus principios no dependen de la experiencia, sino de ciertas proposiciones de la razón soberana, que también tienen lugar en otras materias, pues, por ejemplo, si hubiera una balanza perfectamente ajustada de ambos lados25, y cargada en una y otra parte de dos globos exactamente iguales y de la misma materia, ¿no estaréis de acuerdo en que permanecería en equilibrio, una vez puesta?


P: Lo concedo.


E: ¿Y cómo habéis establecido semejante juicio?, os pregunto. ¿Os hace falta una experiencia para aseguraros, o, no hay más bien una luz interior que os obligue a rendiros en este punto?


P: Es cierto que me apostaría a ello todo lo que tengo de valioso y, sin embargo, confieso que no recuerdo haber hecho nunca tal experiencia.


E: Pero reflexionad un poco y decidme por qué juzgáis tal.


P: Es que veo claramente que no es posible encontrar la razón de alguna diversidad, cuando todo es semejante de una y otra parte.


E: Eso es; os aseguro que hay muchos otros principios de los que nos servimos a diario en el razonamiento sin haberlos obtenido de la experiencia, y sin embargo el éxito los verifica, y no hay hombre con sentido común que no se rinda a ellos, cuando no se trata de una disputa vana sino de una cuestión de práctica y de interés. ¿Quién hay que no esté bien convencido de que los romanos han sido los maestros de una gran parte del universo, de que hay un Papa en Roma, de que habrá un invierno y un verano el año que viene? Pues aunque nada de esto se pueda demostrar absolutamente, es sin embargo tan seguro que apostaríamos nuestra vida a ello, como la arriesgamos todos los días, ciertamente, sobre principios aun menos seguros.

Tenemos por cierto que lo que ha sucedido siempre, en la medida en que recordamos, como por ejemplo el cambio de día y noche, seguirá sucediendo26. Item que no hay apariencias de que aquellos que no han podido concertar sus relaciones entre ellos pudieran hacerlo en un gran número de pequeñas circunstancias. Es de este modo como juzgamos que hay una ciudad en el mundo que se llama Costantinopla. Este principio de nuestra religión es de la misma naturaleza: que no se podría hacer un gran número de predicciones justas y bien fundamentadas de las revoluciones que vendrán después de algunos siglos27, a menos de ser un profeta enviado por Dios. Y hay muchos otros axiomas semejantes.

P: Todas estas cosas son bien ciertas. Pero hay muchas otras que no lo son, y por las que los hombres se enfrentan. Considerad solamente las animosidades de los teólogos, las incertidum-bres del derecho, las contradicciones de los médicos, la diversidad de costumbres y de máximas, y seréis de mi opinión. Quizá vos mismo confesaréis que no hay que esperar ponerles fin.


E: ¿Qué me daríais, Señor, si os mostrara un método, seguro para terminarlas siempre, siguiendo principios de una prudencia incontestable?.


P: Os daría mi palabra de escucharos siempre con toda la atención de la que un hombre es capaz.


E: Eso sólo se le debe a Dios, y, si me la concedéis a mí, no será más que para haceros atento a Dios. ¿No es cierto que poseemos el arte de juzgar las consecuencias?.


P: Es cierto, cuando están reducidas en forma.


E: Pero, ¿no es siempre fácil reducirlas?.


P: Creo que sí; esto se practica en las Escuelas, pero sin fruto alguno.


E: No Señor, no se practica en ellas. Se comienza, o mas bien, se hace como si se comenzara, pero no se llega hasta el final y no se considera suficientemente que la forma no consiste en ese aburrido 'quicumque', 'atqui', 'ergo'.


P: ¿Y en qué entonces?


E: Se trata de que todo razonamiento sea expresado en proposiciones precisas, suficientes, de forma que no haya nada que reemplazar, despojadas de palabras inútiles tanto como se pueda; en fin, ordenadas y ligadas de manera que produzcan siempre la conclusión por la forma y no por la materia; es decir, igual en este caso que en cualquier otro. Esto, digo, es un argumento en forma, aunque no se observen el orden y el procedimiento de la Escuela. Pues un encadena­miento o sorites, un dilema o enumeración de todos los casos, en fin, toda demostración matemática formulada con rigor, incluso un cálculo de álgebra, una operación de aritmética, son argumentos en forma, lo mismo que los silogismos corrientes de tres términos.


P: Esto me sorprende; pero lo encuentro razonable y empiezo a ver que, si tuviéramos la paciencia o la ocasión de servirnos de este rigor, podríamos examinar todo con orden y método. Pues en fin, veo bien que todo argumento puede ser reducido en forma, es decir, transformado en preciso y simple, y, cuando ya lo es, se puede juzgar infalible y distintamente si falta algo a la integridad o a la conexión de las suposiciones. Pero veo aún una dificultad aquí; pues, aunque todas las suposiciones sean puestas en forma, la dificultad sigue estando íntegramente del lado de la materia, es decir, si las proposiciones que hemos empleado son verdaderas o falsas, y si tienen necesidad de pruebas, o si deben ser consideradas como principios.


E: Os proporcionaré un medio seguro para activar la investigación: es no admitir nada que sea mínimamente dudoso, sin que sea probado en la misma forma.


P: Pero con frecuencia uno se equivoca al tomar por cierto o dudoso lo que no lo es.


E: He aquí el remedio: hay que decir, si es necesario, que toda proposición necesita prueba, cuando sea susceptible de la misma. Ahora bien no hay más que dos tipos de proposiciones que son imposibles de probar: las primeras son aquellas cuya contra­ria implica contradicción; pues ¿de qué serviría mi prueba si la misma conclusión puede ser verdadera o falsa? Las otras son aquellas que consisten en una experiencia interior que no puede ser rectificada por indicios o testigos, ya que nos es inmediatamente presente y no hay nada entre ella y yo; como son las proposi­ciones: 'soy', 'siento', 'pienso', 'quiero tal o tal cosa', pero decir 'lo que siento subsiste fuera de mí', 'lo que pienso es razonable', 'lo que quiero es justo': esto no es tan seguro.


P: Si no empleáis otros principios sino los que acabáis de decir, no habrá modo de estar en desacuerdo con ellos; pero me cuesta comprender cómo principios que me parecen tan limitados y estériles nos pudieran proporcionar tantas cosas que pretendemos saber.


E: Os respondo que estos principios no son tan limitados como parecen. Pues por el principio de contradicción se demuestran todos los axiomas, cuya verdad aparece por la sola explicación de los términos, pues de otro modo habría contradicción en los términos. Y las experiencias interiores nos proporcionan el medio para juzgar las cosas que subsisten fuera de nosotros. Pues cuando las apariencias que sentimos en nosotros mismos se siguen correctamente, de modo que a partir de ellas se puede hacer predicciones con éxito, es de esta forma como distinguimos las vigilias de lo que llamamos los sueños28. Y sabiendo además por los axiomas que todo cambio debe provenir de alguna causa, llegamos así al conocimiento de las cosas que subsisten fuera de nosotros.


P: Vuestras respuestas me dan una satisfacción que no había esperado. Ahora bien, si los principales axiomas estuvieran ordenados y demostrados a la manera de los geómetras, es decir, en forma y con rigor, y si las experiencias estuvieran bien ordenadas y ligadas con los axiomas, creo que se podrían formular con ello elementos admirables del conocimiento humano, y distinguir lo verdadero, lo probable y lo dudoso. Me imagino incluso que esta empresa no estaría por encima de las fuerzas de algunas personas hábiles. Pues veo muy bien que, en las materias en las que no es posible ir más allá de la probabilidad, sería suficiente demostrar el grado de probabilidad y mostrar de qué lado debe inclinarse necesariamente la balanza de las apariencias.


E: Esto sería de desear. Pero, volviendo a mi propósito, no pido tanto por el momento, y puesto que reconocéis que existe un medio para asegurarse de lo que se debe juzgar de las cosas a partir de las apariencias, contentémonos con servirnos de este rigor en lo que se refiere a la cuestión de la miseria o la felici­dad suprema. Pues, ya que es posible, como hemos reconocido, de ahí se sigue que todo hombre con sentido común se debe servir de este método irrefutable, no en todas las cosas, pues esto no es posible, puesto que el tiempo no sería suficiente, pero al menos en los aspectos más importantes de la vida, y sobre todo cuando se trata de la soberana dicha o de una miseria sin límites. ¿No es una cosa deplorable ver que los hombres han tenido ya en sus manos largo tiempo, un procedimien­to admirable para evitar razonar erróneamente, y que no se han servido de él porque ciertos pedantes habían abusado ridículamente de una invención tan hermosa? ¿Es entonces necesario que el género humano lleve la carga de su necedad y hay que privarse de un medio capaz de darnos la paz de la vida, por complacer a aquellos cuyo aire caballeresco no podría soportar ni la lógica, ni ninguna otra aplicación seria? Sé que muchas personas de juicio quedarían sorprendidas de lo que aquí avanzo en favor de la lógica y de los razonamientos en forma y con rigor, y creo incluso que muchos, que no me conocieran, podrían tener aquí ocasión para formarse una mala opinión de mí. Pero creo que podría satisfacerlos si se tomaran la molestia de escucharme bien. No ignoro que suponen por lo común que los errores raramente provienen del descuido de la forma, y muestran algunas otras de sus fuentes, con las que no estoy en desacuerdo, pero no me privo de mostrar que no son más que consecuencias escondidas, del descuido de la forma y que, sin dar otros preceptos para garantizar esta última, no sería necesario sino suficiente exactitud y paciencia para observar la forma con rigor. Pero entiendo la forma de un modo algo distinto del común, como ya he explicado más arriba. Euclides ha razonado en forma, en mi opinión, al menos de ordinario; ¿por qué no seguir entonces este mismo rigor, es decir, esta simplicidad de las proposiciones depuradas, este orden o encade­namiento de razones, este cuidado de no omitir nada bajo pretexto de entimema y de colocar todas las proposiciones que se emplean, ya sea expresamente o por remisión? Esto es lo que ha hecho tan exactos a los geómetras; y no hay nada de todo esto que no se pueda aplicar en cualquier otra parte. Consideremos, os lo ruego, cuánta ha sido la aplica­ción de un Euclides o de un Apolonio, qué paciencia, qué larga serie de razones. Y sin embargo el fruto de estos trabajos inmensos no ha sido más que la solución de un número bien reducido de problemas, útiles a la verdad, pero de los que la China, este reino tan floreciente, ha prescindido desde hace tantos siglos. Y nosotros, que nos vanagloriamos de ser cristia­nos, no tenemos el valor de emprender un trabajo mucho más fácil y corto, que nos reafirmaría en la verdadera religión, y nos propor­cionaría el medio para convencer incontestablemente a las personas razonables: la más plena satisfacción del espíritu que sobrepasa­ría todo lo que hay de deseable aquí abajo.


P: Es cierto que esta manera de razonar con rigor nos llevaría finalmente a la meta; pero temo que nos arrepintamos, pues quizá encontraríamos todo lo contrario de lo que pretende­mos. Acordaos de que hablo como escéptico, que tiene derecho a sospechar que lo que se dice de la Providencia y de la fe no sean más que bellas quimeras. Temo que esta indagación demasiado exacta nos descubra el absurdo de ellas, si quizás al final de la historia se encuentra que todo es en vano y que hubiera sido mejor equivocarse felizmente, conservando una ligera esperanza, que algunas veces nos consuela un poco, que encontrarse con la desesperación, buscando la certeza.

E: He aquí el último esfuerzo del escepticismo moribundo. Esta desconfianza no es en absoluto mejor que la desesperación. En vano se quiere engañar a la conciencia, y es un crimen no emplear todas sus fuerzas para conocer el propio deber. Si hay alguna Providencia, ¿creéis acaso que Dios se contenta con semejante razón?. Si el temor de ofender a un gran príncipe contiene a los más temerarios, ¿osaremos nosotros exponernos a actuar contra las leyes del Monarca del universo, que las podría hacer cumplir sin ninguna duda de una manera capaz de infundirnos terror a nosotros, que no somos más que pequeños gusanos de tierra? Este temor está bien fundado, mientras no estemos seguros de que no existe tal monarca; y la más mínima sospecha de una desgracia tan grande como su cólera, debe afectar a la persona prudente. Pero hay mucho más que sospechas, puesto que todas las apariencias están a favor de la Providencia.


P: Hay sin embargo más dificultades de las que el vulgo piensa.


E: ¿No estáis de acuerdo con respecto al orden admirable de las cosas?


P: No por completo. Admiro la producción de las cosas, pero no puedo aceptar su destrucción. Todo cuerpo orgánico en sí mismo está admirablemente bien hecho, pero esta multitud de cuerpos que chocan entre ellos produce un extraño afecto. ¿Hay algo tan duro como ver que el más fuerte se impone sobre el débil, que la justicia y el poder no coinciden nunca y que en todas partes domina un cierto azar que se burla de la sabiduría y de la equidad?.


E: Os respondo que todo lo que nos parece extraño será recompensado de una manera que aún nos resulta invisible. Esto mismo es conforme al orden de la Providencia, de otro modo no tendría mérito alguno. Sin embargo la existencia de la Providencia se deduce en gran medida de lo que habéis admitido; pues, ya que una parte de las cosas está bien ordenada, de [modo] que es casi imposible no reconocer en este orden una sabiduría infinita, es igualmente imposible creer que esta Providencia no se extiende a todo. Pondrá cuidado en formar el más pequeño de los insectos con un ingenio absolutamente divino29; habrá ochenta mil animales visibles en una sola gota de agua, y no habrá ni uno cuya estructura no supere la destreza de las invenciones humanas30. En fin, el más pequeño de los átomos estará lleno de cuerpos dinámicos y, en consecuencia, maravillosamente bien formado. ¿Y cómo será entonces posible que esta Providencia, que ha cuidado la parte más pequeña, haya descuidado el todo, y lo que es lo más noble en el universo, es decir, los espíritus?31.


P: Me rendiría fácilmente, si pudiérais librarme de algunos escrúpulos importantes que me detienen. Sostenéis que es la Providencia la que forma por ejemplo todo lo que se encuentra tan felizmente unido en la constitución de los animales. Esto sería razonable, si no se tratara más que de algún caso particular. Pues cuando vemos un poema, no dudamos de que lo ha compuesto un hombre; pero cuando se trata de toda la naturaleza, hay que razonar de otro modo. Lucrecio, siguiendo a Epicuro, recurría a varias excepciones que hicieron gran daño a vuestro argumento tomado del orden de las cosas: Pues, dice, los pies no están hechos para andar; sino que los hombres andan porque tienen pies32. Y si preguntáis de dónde procede que todo concuerde tan bien en la máquina del animal, como si se hubiera hecho expresamente, Lucrecio os dirá que la necesidad hace que las cosas mal hechas perezcan y que las cosas bien hechas se conserven y que sólo ellas aparezcan. Así, aunque hay una infinidad de cosas mal hechas, no

podrían subsistir entre las otras.


E: Estas gentes se equivocan visiblemente, pues en definitiva no vemos nada hecho a medias. ¿Cómo desaparecerían tan pronto las cosas mal hechas, y cómo escaparían a nuestros ojos armados del microscopio? Por el contrario, encontramos mucho de lo que emocionarnos de puro asombro, a medida que penetramos en el interior de la naturaleza. Aparte de que hay bellezas que en nada sirven para que una especie se mantenga y aparezca más bien que otra. Por ejemplo, la estructura admirable de los ojos no dará a una especie la ventaja de existir con preferencia a otra. ¿De dónde viene el que todos los animales que tienen alas posean una mecánica sorprendente?, ¿de dónde el que no haya una especie de ave que tenga los diseños de las alas mal hechos o en la que un ala esté bien y la otra mal formada?. Pues los que tienen las alas bien formadas no tendrían nada que favoreciera su formación más bien que la de los otros, si no recurrimos a la Providencia. Ved la diferencia que hay entre un animal magullado por algún accidente y la especie más imperfecta, y me concederéis que la naturaleza no hace nada que no sea maravilloso.


P: Si acepto incluso que todo está bien hecho en el mundo en el que estamos, ¿qué diríais de esta afirmación de Epicuro, según la cual hay y ha habido un número infinito de mundos de todas las formas, entre los cuales era necesario que hubiera también algunos bien hechos, o que se han ido arreglando poco a poco? No es entonces una gran maravilla si nos encontramos justamente en un mundo de una belleza aceptable33.


E: Os confieso que ese es el último parapeto del Epicureísmo refinado; pero os haré ver tan claro como el día que eso no es sostenible, pues hay todas las apariencias del mundo de que las cosas no son menos bellas ni menos acordes en las otras regiones del universo que en ésta. Estoy de acuerdo en que esta ficción no es imposible, hablando en términos absolutos. Es decir, no implica contradicción, cuando no se considera más que el razonamiento presente, tomado del orden de las cosas (aunque hay otros que la destruyen absolutamente). Pero es tan poco creíble como suponer que una biblioteca entera se haya formado un día por un concurso fortuito de átomos, pues siempre hay más elementos a favor de que la cosa se haya hecho por una vía ordinaria, que de suponer que hayamos caído justamente en este dichoso mundo por azar. Si me hallara transportado a una nueva región del universo, en la que viera relojes, muebles, libros, edificios, empeñaría osadamente todo lo que tengo a que esto sería la obra de alguna criatura racional, aunque sea posible, hablando en términos absolutos, que no sea así, y que se pueda suponer que hay quizás un país en la extensión infinita de las cosas, en la cual los libros se escriben por sí solos34. Sería sin embargo uno de los más grandes azares del mundo y sería preciso haber perdido la razón para creer que el país en el que me encontrara es precisa­mente ese país posible en el cual los libros se escriben por azar, y no se podría, sin estar ciego, seguir más bien una suposición tan extraña, aunque posible, como lo que se ejecuta dentro del curso ordinario de la naturaleza. Pues la posibilidad de una es tan pequeña respecto de la otra como lo es un grano de arena respecto de un mundo. Pues la posibilidad de esta suposición es como infinitamente pequeña, es decir, moralmente nula, y, en consecuencia, hay certeza moral de que es la Providencia quien gobierna las cosas. Hay aun otras demostraciones de esto que son absolutamente geométricas, pero no caben tan fácilmente en un discurso íntimo. Y lo que acabo de decir debe bastar a mi presente propósito y a vuestros anhelos.


P: Todavía no habéis ganado y queda una dificultad por vencer que me parece muy grande. Estoy obligado a confesaros que hay infinitamente mayor evidencia a favor de una sabiduría que todo lo gobierna, que de un azar autor de tantas bellezas y de tantas máquinas admirables. Pero como no conocemos el derecho del universo, ni las leyes de ese gran Monarca, que no tiene más regla que su voluntad, ¿cómo podremos sacar de ahí consecuencias más favorables para nosotros que para el resto de las criaturas? ¿Se rebajaría este gran Dios hasta el punto de trastornar el orden de las cosas por amor a nosotros que no somos a su mirada sino como la mínima mota de polvo con la que juega el viento? Vemos que todo cambia, que todo se destruye, ¿cómo estaríamos nosotros exentos de ello?


E: Hay dos extremos a evitar cuando se trata de las leyes del universo. Pues unos creen que todo funciona con una necesidad mecánica, como en un reloj; otros están convencidos de que la soberanía de Dios consiste en una libertad sin norma. El justo medio está en considerar a Dios no sólo como el primer principio y no sólo como un agente libre, sino en recono­cer además que su libertad se determina por su sabiduría y que el espíritu del hombre es un pequeño modelo de Dios, aunque infinitamente por debajo de su perfección35. Cuando se tiene esta idea de Dios, es posible amarlo y honrarlo. Pero cuando se le concibe en términos demasiado metafísicos, como un principio de emanación al que el entendimiento no conviene sino equívocamente, o como un no-sé-qué-ser que es causa no sólo de las cosas sino también de las razones y que en consecuencia no se atiene a razón(es) cuando actúa36, no se podría tener hacia El ni amor ni confianza. Pues si nada es justo en sí mismo, o si la voluntad del más poderoso es la regla de la justicia, no habría entonces diferencia alguna entre un tirano y un rey. Se le temerá, pero no se le amará. Pues es posible que sienta placer en hacernos miserables; puede ser que los que hacen aquí abajo los mayores males le sean los más agradables, y que las gentes de bien no sean a su ojos más que endebles criaturas sin vigor. Si esto es así, os confieso que la Providencia no os serviría de nada: sería en efecto un demonio quien gobernaría el mundo. Pero esto no es posible. La sabiduría y la justicia tienen sus teoremas eternos, al igual que la aritmética y la geometría: Dios no los ha estable­cido por su voluntad, sino que los contiene en su esencia y los sigue. Pues sería también necesaria una sabiduría diferente para establecerlos bien, o habría que confesar que es por un puro azar por lo que El los ha establecido más bien así que de otro modo. Si fuera éste el caso, la fortuna no sería menos dispensadora de las gracias de Dios que lo fue de las del Emperador Segismundo, quien, para recompensar a un viejo servidor le dio a escoger entre dos cajas cerradas, de las cuales una estaba llena de oro y la otra de plomo37.


P: ¿Y si alguien no encontrara esto tan absurdo como vos pensáis?


E: Habría medio de convencerlo, pues los teoremas de la justicia, de la sabiduría y de la belleza soberanas son demostrables de un modo geométrico y se reducen al principio de contradicción, de forma que el contrario está implicado en los términos. Ahora bien, podemos con derecho juzgar por estas admirables invenciones de esa mecánica de la que Dios se ha servido, ya que El sabe encontrar las construcciones más simples, al modo de los grandes geómetras; es decir, los medios que producen el mayor efecto con el mínimo de dificultad; y he aquí el único principio de la sabiduría, del que depende incluso la justicia y sobre el cual se funda nuestra felicidad.


P: No veo bien esa conexión, y no me percato de cómo pasáis del orden que hay en las cosas físicas al que deseamos en las morales.


E: ¿Qué, Señor? Véis que el más pequeño de los nervios tiene su función en el cuerpo; al igual que la más pequeña de las cuerdas en un gran navío; y sabéis que un hábil geómetra no traza ninguna línea que no sirva para la demostración que realiza, ¿y dudaréis de si el alma del hombre pertenece a este orden? Esa alma, que es una especie de pequeño Dios, que gobierna un mundo aparte, y que resuena de algún modo, y que representa en sí misma este gran mundo. A veces se dice de un difunto: "Era un hombre capacitado pero, ¿de qué le ha servido, si está muerto y todo este prodigioso montón de hermosas ciencias ha perecido en un momento, como si jamás hubiera existido?". Nuestra ignorancia nos hace hablar así. Si comprendiéra­mos los resortes de la Providencia, veríamos que nada se pierde, que todo se emplea de la más bella manera posible, que es incompatible con el orden de las cosas el que nuestras almas perezcan e incluso que se pierda alguna perfección adquirida en esta vida. Jesucristo dice admirablemente, como de costumbre, que todos los cabellos de nuestra cabeza están contados38, y que un vaso de agua fresca con que hayamos aliviado la sed de un miserable será recompensado39. Juzgad si las otras virtudes y perfecciones serán olvidadas, si no tenemos motivo para considerarnos felices, y si no debemos aplicarnos a conocer y amar a este benefactor soberanamente amable. Pues Dios, si es aquello que no puede dejar de ser, ha tenido sin duda en cuenta principalmente a este tipo de criaturas capaces de conocerlo y amarlo, por cuanto ha formado las otras. Y ya que El mismo es un espíritu, y que todo ha sido hecho para los espíritus, estoy seguro de que los espíritus han sido bien ordenados, con preferencia respecto a todas las demás cosas, a las que sobrepasan infinitamente en nobleza, por cuanto expresan la perfección de su Creador de una forma muy distinta al resto de las criaturas, incapaces de esta elevación. Siendo esto así, es entonces imposible que las cosas hayan sido hechas de una manera de la que un espíritu pudiera quejarse con razón. De otro modo, Dios no habría sido, o tan perfecto como para percatarse de este defecto, o tan poderoso como para remediarlo. De ahí concluyo lo que ya había avanzado al comienzo: que el mundo es una ciudad compuesta por todos los espíritus sometidos al gran Monarca del universo; que esta ciudad está formada según la última perfección posible; que no hay nada que desear en principio, por los que lo aman, y que ellos mismos, si Dios les ofreciera la opción de inventar algo para su satisfacción, no podrían jamás elevarse, por medio de su imaginación y sus deseos, a la felicidad que ha sido preparada para ellos40.


P: Estoy muy emocionado por las bellas cosas que decís. Pues finalmente, no encuentro nada que replicar. Vos arrasáis con todos mis escrúpulos, y siento una alegría tanto más grande cuanto menos esperada. Ahora me parece que soy una de las criaturas más felices; yo, que antes condenaba mi miseria y que no intentaba apartar[me] de la indagación de la verdad sino para no pensar más en ello.


E: Es cierto que somos felices si queremos; pues, aunque no pudiéramos desear el bien sin que Dios nos ayudase, siempre sería cierto que nuestra felicidad depende de nuestra voluntad, sea cual sea la causa de donde venga esta voluntad, y he aquí todo lo que se puede desear en la naturaleza. A menos que quisiéramos ser felices por necesidad, lo que sin duda no es posible dentro del orden de las cosas; de otro modo Dios lo hubiera hecho. Pero no vayamos a complicarnos aquí en cuestiones más curiosas que necesarias, que puedan aparecer, sobre las que ya he satisfecho en otra ocasión a un amigo en una conversación de la que he escrito algo que podría enseñaros un día41. Pero de momento quiero ir más lejos, pues no he entrado en esta materia sólo para regalaros esa alegría interior cuyos signos veo, sino para conduciros al bien que la hará durar. Habéis experimentado el miserable estado de los hombres que no están penetrados por estas verdades; sabéis que una amargura recóndita contamina todos los placeres por medio de los cuales intentan engañar su tristeza; la sola idea de la muerte les parece espantosa, y los más precavidos no disponen de otro remedio que la paciencia, ni otro consuelo que la necesidad, a la que piensan que es una locura oponer­se. Pero bien decía uno de los antiguos que no vale nada aquel soldado que ejecuta con tristeza las órdenes de su capitán. Hay que seguirle con alegría; y para estar contento, no sólo hay que soportar, sino además aprobar lo que sucede. Ved lo que le debéis a Dios, y dad a conocer, si no a los demás, al menos a vuestra conciencia, que ahora sois otro hombre. Erais un esclavo de la necesidad y os habéis convertido en ministro de Dios, de un Dios que os ama y al que amáis, de un Dios que todo os lo tiene en cuenta, que hace todo lo que podáis desear con prudencia, y que no os abandonará jamás, si vos no sóis el primero en ignorarlo. Vuestra felicidad es una de las máximas fundamentales de su Estado, grabadas en tablas de diamante; pero es preciso que vuestro compromiso sea sincero; pues no se puede engañar a este Dios, que escudriña los repliegues más ocultos del corazón.


P: Os confieso que experimento un cierto ardor que me era hasta ahora desconocido, y que el estado en que me encuentro ahora me parece tener algo de sobrehumano. Pero sabéis que los hombres están sujetos a las impresiones de los sentidos, que su memoria es débil, y que los propios santos han sentido a veces enfriarse su fe. Añadid entonces a la obligación infinita que ya tengo con vos, el medio de asegurar mi felicidad presente.


E: Hay que unir dos medios: la oración y la práctica42. Por oración entiendo toda elevación del

alma a Dios, es decir, una búsqueda perpetua de las razones sólidas de lo que os hace ver a Dios Grande y amable. Pues las meditaciones que no están apoyadas en razones no son más que imaginaciones arbitrarias que se desvanecen a la menor sensación. Acostumbraos a encontrar por todas partes algún motivo que provoque un acto de culto y de amor, pues no hay nada en la naturaleza que no nos proporcione ocasión para hacerle un himno. Alabad su nombre en todo lo que suceda; cuando veáis la prosperidad de los malvados, considerad que Dios los guarda o para ser objetos de su misericordia, o para ser víctimas de su justicia; que no hay ningún mal que no deba servir a un bien mayor43. Cuando las cosas sucedan contrariamente a como vos las hubiérais querido, creed que Dios os está dando ocasión para ejercitar vuestra virtud, y que os habéis equivocado. Pues uno puede equivocarse al seguir las reglas de la prudencia, ya que no sería posible pensar en todo ni estar informado sobre todo. Por esto, protestad siempre en vuestro interior de que nada queréis sino por provisión y hasta que Dios se explique desde lo Alto. Acostumbraos sobre todo a observar que hay órdenes, vínculos y bellas progresiones en todas las cosas, y cómo no podríamos tener aún en esta vida suficiente experiencia sobre esto en los asuntos de moral y política, y de teología. Pues Dios pone a prueba nuestra fe en confusiones aparentes, que El sabrá hacer perfectamente concordantes en un futuro feliz. Haremos bien entre tanto en ejercitarnos y afirmarnos algunas veces mediante experiencias sensibles de la grandeza y sabiduría de Dios, que se descubren en esas armonías maravillosas de la matemática y en esas máquinas inimitables inventadas por El, que aparecen ante nuestros ojos en la naturaleza; pues ésta conspira excelentemente con la gracia, y las maravillas físicas son un alimento apropiado para mantener sin interrupción ese fuego divino que inflama las almas bienaventuradas, pues es ahí donde se ve a Dios a través de los sentidos, mientras que en otras partes no se le ve más que por medio del entendimiento. He observado con frecuencia que los que no son conmovidos por estas bellezas no son tampoco sensibles a eso que se debe llamar verdaderamente amor de Dios. Pues bien sé que muchos no tienen una verdadera idea de él. Pero si meditáis sobre lo que acabo de decir, no podréis equivocaros en esto.

Queda hablaros de la práctica exterior, que es la consecuencia infalible de un interior sincero. ¿Cómo es posible estar penetrado por estas grandes verdades, y continuar al mismo tiempo en una languidez que tiene algo de incredulidad? Jamás un hombre con sentido común se ha lanzado cuando ha creído ver un precipicio. ¿Quién no intentaría evitar a un león que viniera lleno de furia? ¿Dónde hay un cortesano inteligente que no respete la mirada de un Señor severo o que no intente hacerse agradable a un príncipe capaz de hacer su fortuna? No es entonces posible encontrar un hombre que ame verdaderamente a Dios y que no haga ningún esfuerzo por complacerlo.


P: Lo que decís es cierto, pero creo que con frecuencia aquellos que tienen buena voluntad se quedan como en suspenso por no conocer bien la voluntad de Dios.


E: Comencemos por esos Mandamientos que no están sujetos a ninguna disputa, e intentemos también poco a poco aclararnos sobre los otros. Pues nadie hay que ponga en duda que la caridad nos esté recomendada más que todo el resto. Atengámonos entonces a esto y creamos en Nuestro Señor que todo lo ha resumido en este precepto y en la ley y los profetas44. Pero acordémonos de que la verdadera caridad comprende a todos los hombres, hasta a nuestros enemigos, no sólo cuando están vencidos, sino cuando con más fuerza nos ofenden. Considerémoslos como furiosos, de los cuales tenemos piedad cuando hacen todos los esfuerzos para perjudicarnos y que nosotros rechazamos sin odio. Todos los malvados son miserables, en efecto, y no merecen ser odiados. Son hombres, están hechos a imagen de Dios. Alguna desgracia ha habido en su educación o en su modo de vivir que los ha vuelto como desesperados. Serían realmente susceptibles de la más alta perfección, si tuviéramos siempre ocasión de corregirlos. Trabajemos entonces en ello cuanto podamos, y consideremos que la más grande conquista es la de un alma, puesto que no hay nada más noble en la naturaleza. Y como ordinariamente son la opresión y la miseria las que hacen a los hombres tan pérfidos y malhechores, y las que les producen dureza de alma, intentemos prevenir la desespera­ción de tantos desgraciados que gimen. No busquemos gloria alguna en estas hazañas, que no son mayores que los temblores de tierra, los estragos de las aguas y otras desgracias públicas. Consideremos que de nada servirá figurar ventajosamente en la historia y ser desgraciados como personas. Pues, no nos equivoquemos en esto: el Señor es un juez justo. Experimentaremos los males que hemos causado, y los experimentaremos en toda su intensidad. Nada escapa a su memoria. El orden de las cosas, la armonía universal y esta especie de necesidad que exige que todo sea reparado, piden venganza a Dios, no sólo por las almas perdidas y la sangre derramada, sino incluso por la menor fechoría. Por otra parte, regocijémonos si Dios ha hecho algún bien por medio de nosotros, sobre todo a las almas. Nos tendrá bien en cuenta, no sólo el acontecimiento, sino hasta una buena voluntad sin efecto, si ha sido sincera y ardiente. No obstante, sostengo que la dicha de aquellos a quienes Dios ha dado tanto la voluntad como el éxito resplandecerá con ventaja algún día en esa feliz tierra de recompensa: Qui ad justitiam erudierunt multos fulgebant quasi stellae45. Pero sobre todo sostengo que no hay criatura más dichosa que un hombre de Estado que ha usado bien su poder, y que ha hecho algo grande por la gloria de Dios y por el bien público. Esto os concierne, Señor, pues no podríais negar el gran poder que tenéis. Pensad bien en esto y recordad siempre que tenéis una cuenta muy grande con Dios. Pues si dejáis escapar alguna ocasión de hacer el bien, Dios la demandará de vuestras manos. Vuestra pereza, vuestra frialdad y vuestras escrupulosidades afectadas, a la moda del siglo, no la pagarán. Sobre todo, tened cuidado de no absteneros de algunas empresas loables, por temor a que se burlen de vos. Esto sería desconocer a Dios de alguna manera, y exponerse a otro desconocimiento, realmente terrible, en ese gran día. Mejor sería hacerle el sacrifi­cio de nuestra gloria, y, trabajando en su honor, cargar sobre nosotros la vergüenza de un éxito discutible, después de haber seguido las luces que Dios nos haya dado: asegurémonos de que no nos dará ocasión de arrepentirnos. Por eso, cuando haya alguna apariencia de obrar bien, pongámonos a la obra, sin esperar todos los signos de un éxito infalible. que quizás no se alcanza jamás46. Todo lo que es hermoso es difícil. Cada vez que se ha hecho alguna gran cosa, no ha habido apenas apariencias al principio, pero algún poderoso genio, que Dios había armado de coraje, se ha abierto paso a través de todas las dificultades, y su mérito ha sido tanto mayor.

Me diréis, "¿para qué esa exhortación? Pues no veo en el presente ocasión de hacer nada grande para la gloria de Dios". Por mi parte, nada sé de eso. No entro en vuestros asuntos de Estado, pero estoy convencido de que con frecuencia encontraríamos motivos para mostrar nuestro celo, si quisiéramos estar atentos a las ocasiones para sacar provecho de ellas. Pero queremos servir a Dios a nuestra comodidad, y Dios no se dignará aceptar de nosotros esa ofrenda de servicios tan poco diligentes. Concluyamos en fin, y si os parece bien, convengamos algunas reglas entre nosotros por las que nos regiremos en el futuro.


P: Apruebo plenamente este consejo, y encuentro que es necesario siempre algo notable que nos impulse a diario. Doy ya mi asentimiento a todo lo que os parezca bien y os concedo toda la autoridad como legislador.


E: No acepto más que el poder de comunicaros mi proyecto. Primeramente, creo que todo hombre celoso de su salvación debe buscar un compañero de estudio, quiero decir de este estudio salvífico. Para esto es necesario un amigo fiel, desinteresado, de recta intención y que tenga más apego a vuestra persona que a vuestra condición, que sienta alguna simpatía hacia vos, sobre todo del lado espiritual; en fin, en el que podáis encontrar consuelo y provecho al mismo tiempo.

En segundo lugar, hay que hacer un proyecto por escrito que sirva de regla para el resto de nuestra vida, que estará muy reducido a algunas grandes máximas que habrá que tener siempre en cuenta. Este proyecto será semejante a las instrucciones que se acostumbra a dar a los ministros públicos. Pues una instruc­ción debe llegar hasta los detalles y contener resoluciones sobre las situaciones más importantes y ordinarias que se puedan presentar. Nunca se deben violar estas resoluciones sino por una razón de mucho peso, y cuando suceda algo totalmente extraordinario. Pero tampoco hay que decidir nada si no es por una causa. He conocido muchos consejos que los padres han dado a sus hijos en forma de testamento y he visto bien pocos que hayan preferido darse lecciones a sí mismos, antes que a los otros.

En tercer lugar, hay que examinarse cada día sobre la base del propio proyecto para ver en qué se ha fallado y en qué se ha tenido éxito. Hay que actuar de modo que se note todos los días una enmienda visible. Y para llegar a esto, hay que hacerse algunas veces nuevos reglamentos y dictarse castigos irremisibles.

En cuarto lugar, hay que repartir el propio tiempo sin mucho apremio. Son necesarios días de despachos, días de visitas, días libres (es decir que servirán para despachar cantidad de incidentes varios), días de descanso, días de retiro. Es necesario dedicar una parte de cada día a Dios y a la meditación, y a ese examen del que acabo de hablar.

En quinto lugar, hay que tener un registro de todo lo que pueda servir, hasta de los pensamientos útiles; hace falta un diario para las cosas pasadas, un libro memorial para las futuras, o las que quedan por hacer, papeles sueltos para anotar al vuelo lo que se presente de memorable en la lectura, en la conversación, en el trabajo o en la meditación. Y se podrá ordenar todo esto según las materias en un compendio. Será también conveniente tener un Enchiridion, o libro manual, en el que los conocimientos más importantes de los cuales tenemos necesidad estén registrados, con el fin de aliviar nuestra memoria en las entrevistas (y vendría muy bien escribirlo en cifras). Y como hay cosas que es preciso saber de memoria, sería posible asegurarse por medio de versos, para lo cual los burlescos serían admirablemente apropiados. Pero no es éste el lugar para extenderse más sobre este punto.

En sexto lugar, hay que buscar todos los medios imaginables para moderar las pasiones, que pueden turbar el uso de la razón. Es por esto por lo que es preciso acostumbrarse a no enfadarse por nada, a no montar jamás en cóle­ra, a evitar toda tristeza, lo que es posible cuando se está bien convencido de nuestras grandes verdades. Por lo que se refiere a la alegría, sólo ha de ser moderada e igual; pues una gran efusión del espíritu va seguida de una tristeza natural, y hace gran daño a la salud. Después de una alegría moderada no hay pasión más bella y más útil que la esperanza, o, más bien, esta alegría igual y duradera no consiste sino en una esperanza bien fundada, porque las otras alegrías son pasajeras y la de la esperanza es continua. He observado que no hay nada como la esperanza que sostenga tanto el ánimo como la curiosidad. Tan pronto como es abatida por las penas, por la vejez, por las enfermedades, por las reflexiones importunas sobre la miseria y sobre la supuesta vanidad de las cosas humanas, adiós a las empresas nobles, a las bellas investigaciones. Pero os he dado una receta infalible para conservar para vos este gran bien, que proporciona el sosiego en esta vida y el sabor anticipado de una mejor.

En séptimo lugar, hay que ejercitar una verdadera caridad hacia los demás. He aquí en qué consiste, en mi opinión: no basta con no odiar a nadie, sean cuales sean los defectos que pueda tener, sino que hay que amar también a cada cual según las buenas cualidades que le queden, pues no existe hombre alguno que no las tenga en gran número. No sabemos qué juicio Dios ha hecho sobre él: puede ser muy distinto del nuestro, pues somos engañados por las apariencias. Sin embargo, os es lícito inclinaros del lado de la suposición, y tener muy mala opinión de los demás, mientras se trate de precaveros, especialmen­te en materias de importancia, en las que hay que fiarse lo menos posible. Pero en cambio, hay que tener buena opinión de todos en la medida en que la razón pueda permitirlo, cuando se trata de su bien y de su socorro. He aquí la conformidad entre la serpiente y la paloma47. Por lo demás, no tengáis la vanidad de creer que Dios os considera más que a cualquier otro; no busquéis vuestros beneficios atrevidamente a costa del prójimo; poneos en el lugar de los desdichados, y considerad lo que pensaríais, si estuvierais en éste48. Trabajad por contentar a todo el mundo y, si es posible, actuad de forma que nadie se separe de vos triste ni insatisfecho. Id más lejos e intentad hacer el bien incluso aunque no se reconozca en lo más mínimo, o muy poco, e incluso cuando no se sepa que proviene de vos. Pues debéis actuar bien por el puro placer de haber hecho el bien. Si no es éste vuestro talante, aún no amáis a Dios como es preciso, pues el signo del amor de Dios existe cuando se actúa por el bien general con un ardor supremo y por la pura atracción del placer que se encuentra en ello, sin otro interés; como os deleitaríais vos al ver un rostro hermoso, al oir [un] concierto bien concebido, al ver derrotado a un malvado insolente, y elevado a un miserable inocente, aunque no tengáis en ello interés alguno. He aquí el auténtico espíritu de caridad tal como nace de un amor sincero hacia Dios, fuente de todas las bellezas. Considerad que Dios os ha puesto en un jardín que debéis cultivar. Aunque conozcáis vuestra debilidad, debéis sin embargo actuar siguiendo las luces y las fuerzas que El os ha prestado. Y si hay alguna falta en lo que se refiere a vuestra voluntad, cuidaos del resentimiento. Pues Dios no os exige sino el corazón, por cuanto El se ha reservado el resultado. Entonces no os desaniméis jamás cuando los buenos consejos no tengan éxito. No dejéis de volver a empezar con el mismo celo, si bien con la prudencia que conviene al caso. Dios es el maestro, pero es un buen maestro: ni uno de vuestros esfuerzos se perderá, por cuanto los habéis consagrado a su servicio, aunque aparente no haberlos aceptado. Es por esto por lo que os ocuparéis de hacer una memoria de todo lo que se podría desear para el bien público. Y si estáis en un cargo en el que tengáis poder, no os dejéis detener por las consideraciones sobre vuestro interés o vuestra reputación. Pues no debéis considerar vuestros bienes y vuestra gloria sino como medios que Dios ha puesto en vuestras manos para servirlo con más energía. No los prostituiréis indebidamente, pues esto sería tornar inútiles las gracias de Dios. Pero tampoco los escatimaréis cuando se trate de Su servicio. Incluid en esa memoria lo que acabo de decir, no sólo vuestros deseos, sino también los de los otros, cuando los encontréis razonables. Escuchad atentamente los motivos que puedan tener y sopesadlos bien, pues cuando tengáis muchas cosas por hacer en vuestra lista, preferiréis las más ciertas, las más seguras, las más necesarias, y las más útiles. Pero cuando una proposición tenga alguna de estas ventajas y no las otras, es entonces cuando tendréis necesidad de esa lógica que distingue los grados de apariencias de los bienes y los males, para elegir los más factibles y los más dignos de ser realizados. Pero debe bastaros una apariencia mediocre de un gran bien que no implique peligro. Y como tenéis en vuestras manos asuntos de Estado y gozáis de crédito ante un gran príncipe, que tiene reputación de sabiduría, servíos bien de ello, y no os desalentéis jamás cuando vuestra buena voluntad y vuestras proposiciones no sean aceptadas. El príncipe es una imagen de Dios de un modo más particular que los otros hombres49. Ahora bien, os he aconsejado más arriba no relajaros cuando parezca que Dios no favorece vuestros esfuerzos. Es lo mismo en proporción respecto de un príncipe. El tiene temas de reflexión en los que vos no pensáis. Conservad íntegro para él vuestro celo y trabajad para su servicio e incluso para su satisfacción no sólo con fidelidad sino aun con alegría. Esta sumisión y esta adhesión quizás producirán al cabo algún buen efecto. Dios tiene en su mano el corazón de los príncipes; quizás os hará encontrar un momento favorable y una situación del espíritu en los que lograréis más con una palabra dicha al vuelo de lo que antes habíais podido mediante exquisitos razonamientos. Dios da a los hombres la atención, y la atención lo hace todo. Una esperanza tan grande debe entretanto consolaros de todos los fracasos que podríais afrontar. Un príncipe, investido de esa gran autoridad que Dios le ha puesto en sus manos, no debe ser considerado como un hombre sino como una poderosa criatura, semejante a una montaña o al océano, cuyos movimientos extraordinarios pueden provocar extraños efectos en el cambio del orden de las cosas. ¿No véis que puede mover ejércitos y pueblos al menor guiño de un ojo?, ¿que se atraviesan montañas y se desvía el curso de ríos cuando él firma algún billete con un poco de líquido negro? ¿Y cometéis la injusticia de pretender que un ser tan poderoso deba ceder a vuestros menores esfuerzos? Si fuese tan fácil de gobernar, eso se encontraría muy mal. Es por esto por lo que, aunque estéis convencido de la importancia de lo que tenéis que proponerle, no debéis impacientaros si no está de acuerdo con vuestras razones. ¡Las cosas tienen tantas facetas! Quizás él las mira desde otro ángulo y vos no podéis ni debéis pretender que las examine siempre a fondo. Sin embargo, volved repetidamente sobre ello con diligencia y sumisión, y, si un día encontrárais ante vuestro señor un momento tan favorable como el que yo he encontrado hoy con vos, ¡Dios mío, cuánto bien procura­ríais al mundo!

Cuando un gran príncipe, libre de las debilidades y ligerezas vulgares, se aplica por completo al bien público, y cuando es conmovido por reflexiones semejantes a las nuestras, a las que las almas nobles se adaptan fácilmente, es entonces cuando hay que creer que Dios mismo se implica en ello y que hay motivo para esperar grandes consecuencias. Os acordaréis de que he dicho más arriba que no hay perfección adquirida que se pierda, incluso con la muerte. Cuanto más sabio y poderoso se sea, más se sentirán un día los efectos de ello. Esto es cierto también con respecto al poder de los príncipes, pues tienen ya aquí abajo grandes ventajas hasta para el otro mundo, si su corazón está vuelto hacia Dios y utilizan su poder para servirle. Pero, si permanecen en la indiferencia, o también, si encaminan sus fuerzas al mal, serán tan grandes objetos de la cólera de Dios, como lo han sido de su bondad. Pero dejemos ahora a los príncipes, aunque no haya podido ni debido abstenerme del tema. Pues como vos tenéis casi tanto acceso al príncipe, como yo lo tengo ahora a vos, era mi deber animaros a tan bellos propósitos. Y puedo decir que esta consideración ha sido una de las más poderosas para empeñarme en acosaros hasta que Dios me ha concedido un éxito más allá de mis expectativas.


P: Os juro, querido amigo, que vuestras enseñanzas me han tocado el corazón de una manera que hasta ahora me era desconocida. Debo esa transformación a la bondad de Dios, que conozco ahora mejor que nunca. Si El me otorga vida y éxito, pondré en práctica vuestros consejos, y me veréis trabajar en ello desde mañana. Me recomendáis con razón un compañero de estudios sagrados: ¿podría escoger para eso otro sino vos? Elaboraremos juntos ese gran proyecto, que debe poner en orden mis asuntos y mi espíritu en reposo. Trabajaremos también en organizar mi tiempo, en hacer esas memorias que me harán siempre pensar en lo que podría hacer por Dios y por el bien público. Siento un increíble placer cuando me represento las cosas que acabáis de explicar, y cuando considero como me habéis convencido de esta feliz paradoja de la felicidad y de la grandeza humanas. Pues os confieso que hasta ahora odiaba la naturaleza, la cual consideraba autora de nuestra miseria. Persuadido como estaba de que todos nuestros cuidados no eran sino vanidades, esto me producía una aversión indecible contra todas las reflexiones serias. Y aún me asombra cómo habéis hecho para vencerla. Sea lo que sea, doy gracias a Dios que me ha apartado de un precipicio que ahora veo como un abismo espantoso. Y cuando considero el feliz estado en que ahora me encuentro, me siento todo transportado de amor hacia el autor de todos los bienes.

Dios mío, abrid los ojos a todos los hombres y hacedles ver las mismas cosas que yo veo: les sería imposible no amaros. Pero Vos tenéis vuestras razones para no conceder a todos la misma gracia y yo las adoro. Pues estoy seguro de que no se puede cambiar nada en el orden que Vos habéis establecido, sin destruir su belleza soberana. Es por eso por lo que apruebo todo lo que habéis hecho, pero como aún no os habéis declarado sobre el futuro en lo que a mí respecta, haré lo que juzgue más conforme a vuestra voluntad. Proclamaré en todo momento vuestra gloria y me dedicaré a considerar y a hacer considerar a los otros las razones de la eterna sabiduría, pues las obras de vuestras manos hacen reflexionar sobre aquellos que son tan afortunados como para encontrar placer en la contemplación de la naturaleza de las cosas. Además, la propagación de la verda­dera religión, la unidad de vuestra Iglesia, el alivio de las miserias públicas serán los objetos de mis deseos. Haré que se trabaje incesantemente en esas demostraciones irrefutables de la verdadera religión, pues veo los medios para obtenerlas, y en ellas intentaremos combinar lo sólido con lo conmovedor.

No me queda sino una cosa que desear, y es que me concedáis la gracia, Dios mío, de transmi­tir a muchos otros los impulsos que siento en mí, y sobre todo a aquellos que tienen el mayor poder para obrar el bien. En cuanto a vos, querido amigo, ya que estas santas reflexiones se han convertido en hábito en vos, cuidad de inflamarme cada vez más, día a día, durante el tiempo que mis ocupaciones me permitan permanecer cerca de vos, a fin de trabajar a los efectos de nuestros proyectos y para organizarlo todo antes de mi partida. Desearía arrancaros de aquí; pero si esto no es posible, no dejaré de reencontrarme con vos. Sin embargo, vuestras cartas representarán para mí a vuestra persona, a la que querré siempre como el instrumento del que Dios se ha servido para llamarme a la vida.


Bibliografía y abreviaturas:

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1 Escrito de 1679. Ha sido traducido a partir de: AA VI, 4, C, pp. 2245-2283, que corrige ediciones anteriores. Las expresiones entre corchetes se deben generalmente a la reconstrucción del texto en la AA. Sólo cuando hayan sido agregados por L. Rensoli, quien ha editado este trabajo y colaborado con Quintín Racionero en su traducción, para dar coherencia al texto en español, se aclarará en una nota como: Cfr.: L.R.L.

2 También de 1679. Cfr.: AA VI, 4, C, pp. 2227-2240.

3 Así lo caracteriza A. Andreu en la Introducción a: Andreu I.

4 No se olviden los vínculos existentes a su vez entre esta obra y la de Yehuda Halevy El Cuzary, nexos que merecen una investigación específica, así como el radio de su influencia en Leibniz.

5 Olaso (1982), pp. 218-251.

6 Las versiones parciales, bajo los títulos de Dialogue entre un habile politique et un ecclésiastique d’une pieté reconnue y Conversation du Pianese ministre d’Estat de Savoye, et du Pére Émery Eremite,=qui a esté suivie d’un grand changement dans la vie de ce ministre ou Dialogue de l’application qu’on doit avoir à son salut (los dos trazos = aparecen en el original), fueron publicadas respectivamente en: Die Leibniz-Handschriften der Königlichen öffentlichen Bibliothek zu Hannover. Beschrieben von Eduard Bodemann Mit Erg. u. Reg. von Gisela Krönert u. Heinrich Lackmann, sowie e. Vorw. von Karl-Heinz Weimann. Hildesheim: Olms, 1966, I,VI,4 y Trois dialogues mystiques inédits de Leibniz, introd. et ed. par J. Baruzi. Paris: Revue de Métaphysique et de Morale 13 (1905), reimpr. Paris: Vrin, 1985.

7 Nótese la aplicación a un caso particular de la idea que Leibniz hace suya desde temprano, según la cual, si el cultivo de las ciencias comienza por alejar de Dios, en etapas más avanzadas acerca profundamente a El. Cfr.: Confessio naturae contra Atheistas (1668), 1. AA, VI, I, pp. 489-493.

8 Cfr.: L.R.L.

9 Adepto al hermetismo o alquimista, según se les solía llamar por entonces.

10 No se olvide el interés del racionalismo, y específicamente de Leibniz, por establecer una correcta interpretación de los milagros, inclusive su misma posibilidad y existencia. Ya Descartes había manifestado interés precisamente por la alquimia, y también por experiencias en el campo de la óptica, con el fin de comprobar el alcance y naturaleza de los llamados milagros. Cfr.: Descartes (1972), p. 37 (ff. 2). Leibniz , quien también practicó la alquimia y hurgó en otras disciplinas herméticas con idénticos fines, vuelve una y otra vez sobre ello en la Théodicée (1969), Discours, 3; I, 54; II, 207, 248-249, 354-355. En dicha obra (II, 207), Leibniz expresa algo que concuerda con la idea del texto: “Je crois même que les miracles n’ont rien en cela qui les distingue des autres événements” (p. 242).

11 Alusión a su infundada fama de Adepto (véase la nota anterior).

12 Se refiere a la conocida obra de Euclides. Cfr.: AA, p. 2248.

13 Cfr.: Mateo, 24, 24; Marcos, 13, 22. La frase tiene un matiz admonitorio, por cuanto Jesús advierte que tales señales y prodigios serán hechos por falsos profetas con el fin de confundir.

14 Leibniz emplea la denominación del Islam más frecuente en su época, que lo asocia con su profeta y no con su esencia.

15 En esta respuesta subyace la idea del fatalismo que en Europa, en la época de Leibniz, se atribuía al Islam en bloque (el llamado fatum mahometanum), de modo que la vida de cada hombre estaba rígidamente predeterminada y no había lugar para la Gracia. Cfr.: Théodicée, Préface.

16 Otro tema constante del pensamiento de Leibniz, especialmente en religión y en política. Cfr.: La place d’autruy. AA, IV, III, pp. 903-904.

17 Se trata de la idea de la razón como juez de las controversias, fundamental para Leibniz, quien escribe entre 1679 y 1681: “Controversia controversiarum est quaestio de judice controversiarum, a qua aliarum decisio, executio, fructus effectusque pendet”. Commentatiuncula de Judice Controversiarum. AA, VI, I, pp. 548-559 (cita en la p. 548). Véase también: De Judice Controversiarum. AA, VI, IV, C, pp. 2155-2167.

18 Se trata de Michel Eyquem de Montaigne (1533-1592) y de La Mothe Le Vayer (1588-1672). Cfr.: Théodicée, II, 253-254.

19 Nótese que la idea del mundo, sobre todo humano, como ciudad de Dios acompañará a Leibniz hasta el final de su vida, según puede comprobarse a lo largo de la Théodicée, y en Monadologie, 85-86.

20 La idea, con un sentido muy diferente al que Leibniz le atribuye, aparece en el ensayo "Que philosopher, c'est apprendre à mourir". Essais, Livre I, Ch. XX. En: Montaigne (1962). El texto dice: "Le remede du vulgaire, c'est de n'y penser pas. Mais de quelle brutale stupidité luy peut venir un si grossier aveuglement?" (p. 82). Y más adelante expresa: "aprenons à le soutenir de pied ferme, et à le combattre (...) n'ayons rien si souvent en la teste que la mort" (p. 85). Montaigne discute también el posible mérito del valor ante la muerte, incluyendo la actitud de los primeros cristianos y el suicidio por honor o por evitar ciertos males, en: "Coustume de l'isle de Cea" (Essais, Liv. II, Ch. III).

21 Nótese el rechazo a la idea platónica sobre el cuerpo como cárcel del alma y del mundo como caverna.

22 Nótese una vez más la influencia de Spinoza, quien considera el miedo y la esperanza como tristeza y alegría inconstantes y siempre vinculadas y nocivas para el hombre si se extienden más allá de ciertos límites. Cfr.: Etica (1996), III, prop. LIX, defs. XII-XV, pp. 238-239. Evitar estas oscilaciones emocionales y sus causas morales constituye otra preocupación permanente de Leibniz. La frase se repite con pocas variantes los NE, II, XXI, 59, y en la obra de 1716: Discours sur la théologie naturelle des chinois, 16-a.

23 El símil de los relojes que coinciden (por obra de un hábil relojero) será empleado por Leibniz en años sucesivos para explicar su teoría de la concomitancia entre alma y cuerpo, como ocurre en su Seconde éclairssement du nouveau système de la nature et de la communication des substances (1696). Erdmann (1959), pp. 133-134.

24 Se trata de: Bertrand de la Coste: Démonstration de la quadrature du cercle, qui est l'unique connaissance et principal sujet de toutes les mathématiques. Hamburg, 1677.

25 El símil de la balanza, de origen gnóstico, ya había aparecido en los escritos de Leibniz en el tratado Ad Stateram iuris de gradibus probationum et probabilitatum (1676?). AA, VI, IV, A, pp. 440-441.

26 Al final de su vida, Leibniz precisará ese punto de vista y opinará que, en las afirmaciones empíricas, los hombres no obran sino como bestias. Cfr.: PNG, 5.

27 La idea sobre próximas revoluciones nada deseables se vuelve certeza hacia el final de la vida de Leibniz. Cfr.: NE, IV, XVI, 4.

28 Esta es otra de las preocupaciones permanentes de Leibniz. El criterio de distinción entre sueño y vigilia se retoma en obras de madurez como los NE, II, XXIX, 1, 5; IV, II, 14; IV, XI, 8, 12, en los que se discute el tema más ampliamente que en tratados breves como en Monad., 20 o PNG., 12, 14. Cfr: Rensoli/Deusto,1996.

29 La AA (VI, 4, p. 2265, 23f.) presenta una segunda versión que nos parece importante incluir aquí (entre corchetes): "...divino; [y sin embargo el nervio más pequeño tendrá su uso, al igual que la cuerda más pequeña en un navío]".

30 Cfr.: Considerations sur la doctrine d’un Esprit Universel Unique (1702). GP, VI, pp. 529-538.

31 La AA refiere esta idea a Mateo, 10, 30 ("vuestros cabellos están todos contados", que Leibniz cita a menudo, y también dentro de este texto, véase la nota nº 31). Más bien parece una alusión a Mateo, 6, 30 ("si la hierba del campo (...) Dios la viste así, ¿no hará mucho más a vosotros, hombres de poca fe?"). Véase también: Lucas, 27-28.

32 Cfr.: Lucrecio: De rerum natura, IV, 824 f.

33 Cfr.: Diógenes Laercio: De vitis clarorum philosophorum, Libri X, X, 45, 73-82; Tito Lucrecio: De rerum natura, II, 1048-1066 (Cfr.: AA, VI, 4, p. 2267).

34 El tema se retoma y desarrolla en "De rerum originatione radicali" (1697). GP, VII, pp. 302-308.

35 Cfr.: Monad., 83-84; PNG, 14; Théod, 147.

36 Esta crítica parece dirigida contra Spinoza.

37 La anécdota se registra, relacionada con Segismundo, en: Tschudi: Chronicon Helveticum, 2 Bd., Basel, 1734-36, Bd. 2, p. 129 (Nota de la AA, p. 2270). El tema de la adecuada elección de cofre aparece sin embargo en la obra de Juan Damasceno (S. VII-VIII) Barlaam y Josafat, conocida en la Europa medieval sobre todo a través de una versión latina del S. XI, y recogida también en la Legenda aurea, pp. 663-676; la elección aparece en la p. 667), aunque el número de los cofres se eleva a 4. En la colección Gesta romanorum (historia nº 251, pp. 510-514), la elección se produce entre tres cofrecillos, de modo similar a como la presenta W. Shakespeare en "El mercader de Venecia".

38 Cfr.: Mateo, 10, 30; Lucas, 12, 7. En la nota de la AA figuran Lucas, 12, 7 y Mateo, 25, 35-40, pero el segundo caso no concuerda con esta cita, sino con la segunda parte de la frase (véase nota siguiente).

39 Cfr.: Mateo, 10, 42; Marcos, 9, 41.

40 El mundo como Ciudad de Dios es otra de las ideas que Leibniz desarrolla hasta el fin de su vida y constituye el principio de construcción de una obra fundamental como la Théod. Igualmente aparece en.: Monad., 88-90; PNG, 15, 18.

41 La AA (p. 2272) identifica al amigo con Niels Steensen (+1686), luterano danés convertido al Catolicismo, y después Vicario Apostólico de Hannover entre diciembre de 1677 y 1680, autor de obras científicas y teológicas, como Ad Novae philosophiae reformatorem de vera philosophia epistola. Firenze, 1675, quien sostuvo con Leibniz una discusión acerca del problema de la libertad. De ahí habría surgido la Confessio Philosophi según la AA (VI, 3, 7, p. 115), que toma la referencia de G. Grua. Leibniz dice de él que "d'un grand physicien il devint un théologien médiocre" (Théod., I, 100). Sería posible establecer un paralelo entre las consecuencias, para Leibniz tan diferentes, de las conversiones de Steensen y del P. Emery.

42 Alusión a la máxima Ora et labora.

43 Estas ideas se resumen, entre otras obras de madurez en el tratado De Causa Dei (1710). En: Théod., ed. cit.

44 Cfr.: Mateo, 7, 12; 22, 39-40.

45 La traducción de esta frase es: "Quienes conduzcan a muchos a la justicia brillarán como estrellas". En el texto bíblico se dice sin embargo: "Los justos resplandecerán como el sol". La falta de coincidencia se debe a que Leibniz empleaba la Vulgata como fuente de citas en latín. Cfr.: Mateo, 13, 43.

46 Cfr.: Discours sur la génerosité (FC-1, pp. 166-172). En la Memoire pour les personnes éclaires et de bonne intención (FC-1, pp. 274-292), se resumen—como ya se ha dicho--las ideas religiosas y morales tratadas en la Conversation....

47 Cfr.: Mateo, 10, 16 (Cfr.: AA).

48 Leibniz apela una vez más al principio del lugar del otro. Cfr.: La place d'autruy,

49 Leibniz desarrolla ampliamente esta idea en la Lettre sur l’Education d’un Prince (AA, IV, III, pp. 542-557) y en el Portrait du Prince (1679), Klopp, IV. Su fuente bíblica neotestamentaria está en: Romanos, 13, 1.