domingo, 13 de mayo de 2007

El humanismo de Unamuno

UNO


Casi en su lecho de muerte, a fines de 1936, Miguel de Unamuno confiaba a Nicos Kazantzakis, aquel griego obsesionado con la figura de Cristo: “No soy ni fascista ni bolchevique; soy un solitario”. Es muy posible que personalmente lo haya sido; mucho más difícil será conceder que su pensamiento sea verdaderamente el de un espíritu marcado hasta la médula por la soledad. Me temo que sus lamentos, sus lances, sus sueños y sus aborrecimientos son los de todo un pueblo. Un pueblo y una historia que —llegado el momento— se sienten amenazados por sus propios (aun si torvamente deseados) engendros. Es la voz de una civilización que asiste entre el espanto y la indiferencia a su propia consumación y a su propio desahucio.
Vamos a ver. El hombre al que con descomunal desparpajo se opone Unamuno es la caricatura arquitectónica, gélida y abstracta, generada por la razón científica decimonónica. A ese adefesio del positivismo le enfrenta lo que para él es un hombre “completo”, un hombre de verdad, el de carne y hueso, un humilde, batallador y sufriente mortal. Atisbos o ecos del existencialismo. Y de un existencialismo, lo veremos, tan metafísico como el de Sartre o el de Kierkegaard; es decir, en eso acabaremos, la metafísica de otro humanismo más (y no, según cabría esperarse de un verdadero filósofo, de lo otro del humanismo).
El combate de Unamuno, decimos, y ello a pesar de su proclamación de ser en sí mismo “una especie única”, no es el de un solitario. Es el de toda la civilización cristiana. No contrapone al descarnado sujeto de la razón técnica una realidad más compleja y más libre, sino, enésima vuelta de tuerca, la indestructible figura de ese animal aterrorizado, dolorido, consternado y resentido por la finitud propia y ajena. Mortal, sí, pero inasumible en cuanto tal. La soledad unamuniana es la soledad del alma cristiana cuyo problema único, de creerle al (inmortal) vasco, es la salvación.
Es evidente que la razón científica no ayuda mucho en esta empresa. Más bien la obstruye. Pues no se trata de justificar racionalmente la existencia de Dios o la inmortalidad del alma-y-cuerpo ni la del Sentido Último de la Vida, sino de quererlo. “No sé, cierto es; tal vez no pueda saber nunca, pero quiero saber. Lo quiero, y basta”. Esto, que anota en Mi religión, resume en este respecto la posición de Unamuno. Podemos preguntarnos, al margen de cada línea, si a esta bravata le corresponde el ya en nuestro tiempo extremadamente deteriorado rótulo de “filosofía”. Por lo pronto, la posición es de una franqueza que roza el histrionismo. Es, como muchos críticos (y amigos) lo han hecho notar, quijotesca.
Pero lo importante es, para nosotros, en este recodo del tiempo, hacer notar que la lucha de Unamuno se entabla con y contra Dios, el Dios del cristianismo, a fin de afirmar lo humano. Muy bien, pero ¿qué humano? “Que busquen ellos, como yo busco”, continúa escribiendo en el apunte citado; “que luchen, como lucho yo, y entre todos algún pelo de secreto arrancaremos a Dios, y, por lo menos, esa lucha nos hará más hombres, hombres de más espíritu”. Unamuno nunca sabe a ciencia cierta quién es ni qué exactamente quiere, pero conoce a la perfección qué personajes le patean el hígado. La mojigatería, la pereza, la superficialidad, el dogmatismo y el acartonamiento son los signos que por todas partes lee entre los hombres. El inicio del siglo XX contempla la eclosión de un mundo de pedantes, de oportunistas, de señoritos.
Nada tan distinto del paisaje del inicio de nuestro XXI.

DOS

Bien, payasadas y poses aparte (aunque son de lo más simpático de Unamuno), lo que Don Miguel defiende es un cierto tipo de ser humano. Al resistir el proceso de abstracción al que “lo humano” en la modernidad se ha sometido, uno se adhiere con espontánea naturalidad. Bravo, por fin un hombre de pelo en pecho, un hombre de verdad. Ser humano, o, mejor dicho, ser un hombre, no es un mero dato biogenético. Se llega a ser un hombre, ser un hombre es una conquista y jamás una dádiva no pedida. Ser un hombre, en suma, y dando un paso delante de Kant, es ser lo que se quiere ser.
Cúmplenos decir, ante todo”, leemos en Del sentimiento trágico de la vida, “que la filosofía se acuesta más a la poesía que no a la ciencia”. Sentencia que hará feliz a no pocos filósofos de este siglo incipiente. Al menos a todos aquellos que, en su misma ladera, se han cansado de reservar al pensamiento un estatuto desfalleciente y servil. “Acostarse” a la poesía tiene algo de audaz y sexy, algo que la filosofía desde años casada con Dama Ciencia ya tenía desconsoladamente perdido. Pero, una vez más, ¿con qué poesía hay que acostarse? ¿Qué cosa de la poesía es lo que solivianta y resucita a la filosofía?
Veremos enseguida algunos rasgos de la vena poética del filósofo que aquí recordamos. Mientras tanto señalemos brevemente que la Carta sobre el Humanismo de Heidegger nos mostró con entera nitidez —en su (aun si elíptica) recusación del existencialismo sartreano— hasta dónde resulta impracticable y hasta risible un ateísmo “humanista”. Suprimir (teatralmente) a Dios para erigir un altar al Hombre difícilmente será un gesto de soberanía. Reconozcámoslo: será siempre lo contrario. Creo que algo similar podrá aplicarse a toda la operación unamuniana.
Según es sabido, el primer gesto de Unamuno consiste en someter el concepto de lo humano a una reducción. Lo “humano” no es —no debe ser— ni un adjetivo ni un sustantivo abstracto. Lo humano es siempre un caso específico de ser hombre. El giro se produce en dirección al singular concreto, al —permítaseme la irremediable cita— “hombre de carne y hueso, el que nace, sufre y muere —sobre todo muere—, el que come y bebe y juega y duerme y piensa y quiere, el hombre que se ve y a quien se oye (…)”2. Un ser, en suma, que no viene deducido de ningún universal. Un existente finito, diríase en jerga fenomenológica.
El segundo gesto es, y éste justifica en realidad al anterior, el de una aproximación afectiva. El hombre “en general” no existe, pero cada uno de los hombres es “un hermano”. Los dos movimientos parecen descender del cielo de la abstracción pero de inmediato “lo humano” vuelve a sublimarse. Si somos hermanos es porque El Eterno es Nuestro Padre. A mí, lo confieso, esta hermandad en primer lugar me asquea. Por lo demás, ¿qué hacer con un hermano (o con un Padre) que jamás escucha? Y, en relación con Unamuno, ¿qué esperar de un hombre que dice luchar contra sí mismo para llegar a ser sí mismo pero que de antemano y hasta el final se parapeta sin esperanza dentro de sí mismo?
Lo humano no puede sostenerse en su vapor conceptual, pero tampoco puede hacerlo sin él. Ni siquiera la ferocidad de Unamuno ha conseguido mantener al “hombre de carne y hueso” en un horizonte existencial concreto. Ningún hombre ha llegado a ser su “hermano” —a no ser como figura retórica.
Me he despertado soñando, soñé que estaba despierto, soñé que el sueño era vida, soñé que la vida es sueño”. Unamuno busca al hombre real, pero no puede hallarlo nunca. Lo tiene enfrente y no puede verlo. ¿Por qué? Porque este hombre “de carne y hueso” no es un hombre si no es al mismo tiempo una abstracción andante. De carne y hueso y no un pedazo de pescuezo, como cantamos de niños, sino con un pedazo que no es ni carne ni hueso. La terquedad consiste en cegarse a la posibilidad de comprender que “este” hombre, por el solo hecho de hablar, es todos los hombres, es cualquier hombre, es un “yo”, es… nadie.
Me parece que Pedro Cerezo acierta cuando reconoce que el “temple de ánimo” de Unamuno es la angustia, y una angustia emanada de una existencia cercada por el no-ser. Verdaderamente, para el cristiano, en su ya largo periplo, el no-ser es temible y se le ha expulsado fuera de sí. Ser nadie es lo peor, ser nada es horripilante. Concedido, pero eso es no darse cuenta que el “corazón” o, mejor dicho, el “alma” es justamente ese no-ser o esa nada habitando en su propio interior. El humanismo de Unamuno es en tal virtud, y por exigencia sistemática, un antropocentrismo radical.
Y, tendré que justificarlo, lo que echa a perder toda su obra no es que sea radical, sino que, si no llega al final, es por no poder no ser antropocéntrica.

TRES


En la vuelta de página que a su modo es cada época, una imagen o una palabra nos lleva de los cabellos. Es incluso un mal aliento, o un mal presagio. Alguien o algo no nos sirve de aguafiestas, sino que nos explica porqué no todo es como quisiéramos. Porqué no todo es ni puede ser una fiesta. Hemos inventado algo, hemos descubierto algo, hemos comprendido finalmente algo. No importa, no será en ningún caso suficiente. Cada conquista nos aleja de nuestro deseo profundo. Quizá debido a que ese deseo es en lo profundo deseo de alejarnos del deseo.
En este movimiento contradictorio nacen la filosofía, la religión, la poesía. No las ciencias y las técnicas, que son inteligencia servil. Útil, es decir: menor. En el fondo, seguimos siendo humanos. Muy listos, sin duda. Pero por ello mismo muy dados a las lamentaciones y los berrinches. Si por la inteligencia captamos nuestra falta de eternidad, por ella misma nos embarcamos en enloquecidas y hasta vascongadas empresas de negación de esa falta.
El único problema que se plantea cada persona, tarde o temprano, sea chico o sea grande (sobre todo si ya comienza a escuchar pasos en la azotea) es el siguiente: ¿estaré o no estaré aquí siempre? Problema filosófico, sin duda. Es decir: si no leo a los filósofos, una pregunta de esa calaña seguramente jamás me habría asaltado. Supongamos que la respuesta es un grosero: “No”. “No, no estaré aquí eternamente”. Sólo parecen legítimas dos respuestas de compañía. Una: que no esté aquí eternamente me echa a perder la vida. Dos: que no esté aquí eternamente me permite valorar sin coartadas la vida.
Si hago de estas preguntas una profesión, lo más probable es que termine escribiendo (ya no digo publicando, y mucho menos vendiendo) varios libros. No por hacer de ella profesión podré resolverla. Al contrario. Se convertirá en mi modus vivendi. Con lo cual encontrar una respuesta se convierte en una verdadera amenaza.
Con esto quiero decir que la pregunta por la inmortalidad es una pregunta viciosa y perversa. Circunstancia que, por lo demás, la torna inmediatamente interesante. Al darme cuenta de que no estaré aquí para siempre me doy cuenta que quiero estar aquí para siempre. ¿De verdad? ¿No será que quiero estar aquí para siempre sólo porque me han dicho que si no estoy siempre es porque alguien igual que yo o muy parecido a mí —es decir, mi ascendencia toda— hizo algo muy muy malo?
Puesto en sintonía, concederé, si bien no de muy buena gana, que lo que yo quiero es ser, seguir siendo, es decir, no morirme. No ya. Pero, y aquí se abre el abismo de (la) verdad, lo que quiero es seguir siendo en la exacta medida en que estoy dejando de ser —eso que soy. Si muero, seré sin vuelta de hoja lo que soy. Un cuerpo, una cosa, un organismo, un individuo, una existencia finita. Un parásito. Un ser que depende de millones de otros seres.
De inmediato, la afirmación de mi vida se convierte en su contrario.
A ver si se puede decir con más (quizá menos) claridad. Soy un ser cuya afirmación de sí depende de la negación —abstracta y concreta, productiva e improductiva— de lo que no soy. Mi vida es inmediatamente la muerte —de aquello que me sirve para vivir, pero que no soy. Me alimento, me visto, me desplazo, me limpio, me desalojo, me pongo a trabajar… Para lograr todo eso, qué espanto, tengo que matar.
El “ser para la muerte” (Sein zur Tod) heideggeriano otorga indeleble fórmula a esta inescamoteable imbricación. La afirmación de un ser se hará siempre y en cualquier circunstancia a expensas de otro ser. Que no haya vida sin muerte significa que la vida de cada ser —en su unidad y en su continuidad— depende de privar de la vida a otro ser.
Está feo, pero, ¿hay algo malo en eso? ¿Es malo que los leones se coman a las gacelitas? ¿Es malo que las gacelitas se coman a las hierbitas? ¿Es malo que las hierbitas se coman a las piedritas?
No, no es malo. Es “natural”. Eso lo saben los hombres, en la cúspide de las cadenas tróficas. Pero las cosas cambian por completo si preguntamos: ¿es malo que un hombre mate para vivir? ¿Es malo que yo mate para seguir viviendo? Preguntas que, girando en las cabezas, dan origen a la pregunta: ¿es malo que yo me muera un día?
Puedo decir: sí, es malo. Pero igualmente puedo no decirlo. Con razón o sin ella, con el corazón o sin él. Que yo muera un día puede que no tenga nada qué ver con el bien y con el mal. Quizá —y esto es lo trágico— el sentido de mi vida consista íntegramente en suspender el juicio de si es bueno o malo morirse un día.

CUATRO

Ahora bien, el cristiano simplemente no puede adaptarse a ello. Si su existencia es resultado de un juicio —el Juicio de Dios—, no puedo imaginármelo resignándose a dejar de ser un día. Pero esto ocurre porque ya decidió que era bueno o malo existir. Y bueno, precisamente por eso cree en Dios, porque es el juicio trasladado a ese no-lugar absoluto que es el no ser antes y después de qué él mismo (en cuanto individuo, en cuanto organismo) sea. El lugar del juicio absoluto (el que me sirve para decidir que es bueno vivir y que es malo morir) es ese lugar que existe como resultado de la negación absoluta de la justicia.
Nadie puede estar allí. Pero yo, que juzgo mi mortalidad como producto de un pecado, como resultado de un mal, necesito a alguien que me hable desde ese sitio. Bueno, que me “hable” seguramente es mucho pedir. Necesito confiar en que alguien —el Summum Esse— está (ha estado y estará) allí por siempre.
Considero —ya se veía venir— que esta exigencia es injusta. Injusta no conmigo y mi insufrible “yo” (y el de todos los demás), sino con la vida.
Y considero también que “el problema” de Don Miguel de Unamuno —y lo que nos da siempre de qué hablar— es que su obra es la formulación más patética —pero también, o, por lo mismo, la menos autoengañosa— de esta injusticia vital y existencial que constituye el cristianismo en su totalidad.
Irle a uno con la embajada de que se haga otro, es irle con la embajada de que deje de ser él”, escribe en el más filosófico de sus ensayos3. Exactamente. Se agradece en todo momento la claridad norteña. Traduzcamos. La inmortalidad del alma es el blindaje que el cristianismo ha edificado en torno de los seres humanos. “Yo” consiste en la inverosímil obcecación de seguir siendo “yo” hasta cuando mi cuerpo —no “mi”, sino el cuerpo que me sostiene y soporta como corpus— se encuentre desperdigado a los cuatro vientos.
Lo propio del sentimiento y de la experiencia del cristianismo —lo comprendemos sin dobleces desde San Pablo y desde Hegel— reside en la negación de la muerte. Pero esta negación —y esto es mérito de Pascal, de Kierkegaard y de Unamuno— en absoluto es “natural”. De hecho, esta negación es el origen de todo lo que de artificial hay en el hombre.
Volvamos (sin pretender resolverla) a la pregunta moral: ¿es bueno o es malo que el hombre sea un animal artificial? Hay que preguntar una y otra vez, pero sólo para escapar aunque sea momentáneamente de su fuerza gravitatoria.

CINCO

Conócete, mortal, mas no del todo…” Tal es el “secreto”. La idea es pregnante porque (Epicuro dixit) de la muerte no es posible, en rigor, saber nada. El secreto del mortal es su mortalidad. Pero la fuerza (y la debilidad) de nuestros artificios amenaza el secreto. Unamuno se “vela” ante él. Pero lo guarda porque no puede soportarlo. Allí radica toda la diferencia.
La diferencia consiste menos en resignarse ante la inevitabilidad del fin que reconocer en ese límite la posibilidad más alta —la más profunda— de ser humanos. El humanismo de Unamuno, como el de Sénancourt, es un humanismo del rechazo a la mortalidad. Este rechazo no es trágico, es rechazo a lo trágico. Sólo en ese rechazo se puede esperar que alguien grite a su Dios inexistente: “pues si tú existieras, / existiría yo también de veras”. ¿Qué clase de existencialismo es este de un existente que por ser finito se sitúa en posición de juez de su propio existir?
Por decirlo sin ambages: este ultracatolicismo nordibérico quiere pasar como “cosmovisión trágica de la vida” sin parar mientes en que lo trágico consiste en que no hay cosmovisión posible. Su noción de lo trágico procede sin duda de un hegelianismo deteriorado. No se trata de enfrentar dos fuerzas que nunca se comprenden pero que son igualmente positivas. Lo trágico es el desencuentro permanente entre fuerzas múltiples que luchan consigo mismas, que luchan y se afirman en su no ser.
Se comprende el dilema Unamuno (y Agustín, y Pascal, y Kierkegaard): Dios es una Idea, Dios es el verbo. Pero su ser lingüístico no alcanza para otorgar a su portador un viático a la eternidad. El hombre de carne y hueso sufre por eso mismo: porque no es solamente un soplo, una palabra, una Idea… Todo ocurre, fijémonos, de modo contrario. Si ese Dios existiera, o, más bien dicho, por el extraño hecho de que Dios existe justamente como personificación de lo inmortal, yo no puedo existir “de veras”.
El cristiano imagina que lo trágico es la existencia a la vez anudada y disociada de un cuerpo y de un alma. Es trágico ser algo que decae y fenece —y al mismo tiempo algo que se eleva y se sostiene en la visión de lo no mortal. Pero considera trágica esa escisión porque, según lo hemos anticipado, es incapaz de afirmar su existencia sin un juicio previo. Es un problema lógico: sé que yo muero, pero en el instante mismo en que lo digo escapo un poco de esa muerte. Pues “yo” muere pero no muere propiamente. ¿Y qué? La muerte no es algo que se encuentre en mano de yo alguno. Seguramente yo puede matar o ser muerto, pero yo, hágale como quiera, no puede morir.
El cristianismo cumple el prodigio que ninguna otra religión había logrado (porque no se trataba de eso). El problema de las religiones politeístas (o uno de ellos) era que los dioses no podían morir. El Dios judío tampoco, vaya absurdo. Sólo el Dios del Nuevo Testamento ha acumulado el poder suficiente como para tocar la muerte, como para darse la muerte (en su Hijo). Ese sí que es poder. Quizá demasiado.
Que este Dios se mate —que conozca el secreto— en su Hijo provoca en el existente finito una exaltación casi sacrílega. Esa muerte es la única forma de matar (a) la muerte. Pero entonces Dios no sostiene más al existente finito, sino que se yergue delante y por encima de él con una violencia excesiva. Tanto fulgor lo acaba cegando. El existente finito “ve” a Dios y a la vez queda infinitamente desconectado de él.
Tu ensangrentada huella
por los mortales campos encamina.
hacia el fulgor de tu eternal estrella;
hay que ganar la vida que no fina,
con razón, sin razón o contra ella.
El precio —esto es lo decisivo— el precio de la vida eterna es impagable. La solución del cristianismo es una solución lógica, pero en su potencia deja a la propia lógica necesariamente en suspenso. Este Dios es el Dios más potente de la historia humana porque ha llegado incluso a juntar en sí mismo el poder de morir. Sólo que al morir —aquí, una vez más, lo decisivo— torna imposible (a) la muerte. A ese Dios sólo estando muerto podría conocérsele.
Así espero a que me muera
para verlo, pues única soporta
la muerte a la verdad nuda y entera.
El Dios-que-muere posee un movimiento que eleva al existente finito a una altura nunca antes alcanzada. No hay más. Al parecer, es un Dios creado para hacer justicia a ese existente. Pero posee al mismo tiempo, y de manera ineliminable, un movimiento que vuelve a arrojar al cieno más fétido a su creatura. Es un quiasmo. Un quiasmo que suscita una doble locura, una “paradoja”, un delirio de direcciones encontradas.
Sólo muerto puedo conocerlo, pero, muerto, ¿qué queda de mí para poder conocerlo? Nada. Una dicha que es desdicha, una luz que sólo es tiniebla. “Toda vida a la postre es un fracaso”, llora Unamuno, y ese llanto viene de haber visto demasiado. El poeta ve que la vida es un engaño, pero al llegar a su fin también descubre un engaño en la otra vida. Tendríamos que dar un paso más: desde el fin, desde el límite mismo de la vida, el poeta comprende —pero si este poeta persiste en su cristianismo no podrá o no querrá hacerlo— que la vida es un engaño sólo en virtud de que ha podido ser juzgada desde “la otra” vida.

SEIS

El “hombre de carne y hueso” que defiende Unamuno retorna una y otra vez a su guarida metafísica. Uno se pregunta si en algún momento atinó a salir de ella. Pues lo que según todo esto nos hermana no es la mortalidad, sino la imposibilidad congénita de afirmarla. Se le aplicará al “hombre Unamuno” su propio soneto: “Esa tu queja, / siendo egoísta como es, refleja / tu vanidad no más”. Podemos estar de acuerdo en eso de que “sólo el dolor común nos santifica”, pero no sin advertir que el dolor metafísico derivado de la conciencia de la finitud es un invento de cierto pueblo. Y una invención emanada no precisamente de la fuerza.
El pueblo al que pertenece Unamuno se ha colocado en una posición original y finalmente insostenible. Insoportable.

Por si no hay otra vida después de ésta,
haz de modo que sea una injusticia
nuestra aniquilación; de la avaricia
de Dios sea tu vida una protesta.

Será, por tanto, la escritura unamuniana, una herejía consentida. La posición conquistada es la de un juicio infinito. Si no es posible saber con absoluta certeza, hagamos posible querer con toda la fuerza. Pero, querer ¿qué? ¿La vida eterna? “Feliz es solamente aquel que experimentó el vértigo hasta el estremecimiento de todos sus huesos”, escribe Georges Bataille, “y que ya sin medir para nada su caída de pronto recobra el inesperado poder de convertir su agonía en una alegría capaz de paralizar y transfigurar a quienes la encuentren”4.
Unamuno no sería —que en gran parte lo es, admitámoslo— otro predicador más si no fuera por la claridad y la animosidad de su lamento. El cristiano se desespera entre la esperanza de otra vida y la nostalgia ante lo que esta vida es. Quizá no se trate de desear la eternidad futura. Quizá lo que padece el alma cristiana es la nostalgia ante aquello que ocurre. Esta nostalgia se percibe en palabras como las que siguen:

Es revivir lo que viví mi anhelo
y no vivir de nuevo vida nueva.

Pero “revivir lo ya sido” significa que no pude vivirlo en cuanto tal en su momento. Y no lo pude hacer porque previamente me habían enseñado a despreciar esta vida.
Despreciable sólo a condición de tragarme enterito el —productivo— engaño consistente en poder vislumbrar primero y ocupar después el lugar capaz de burlar a la muerte.
Un doble y poderosísimo engaño, pues. El mismo Dios que me ha hecho desear la vida eterna me ha enseñado —y forzado— cada instante a despreciarla. Gracias a Él he aprendido a “devorar las horas sin paladearlas”. De ahí que lo de Unamuno, su “fiero desacato” sea un sacrilegio consentido. Lo es no porque no “convenza a nadie”, sino porque él mismo está privado del poder de romper el círculo encantado que se cierra entre Dios y el Hombre. Entre ese Dios y ese Hombre.
Finalmente. El famoso hombre de carne y hueso de Unamuno no tiene en verdad nada que ver con el concepto abstracto de “Humanidad”, pero tiene todo que ver con el concepto más restringido aunque igualmente abstracto de “Cristiandad”. El cristiano es un hombre, sin duda, pero esa clase de hombre que —digámoslo en síntesis— ha perdido la capacidad de existir sin juzgar. Que sufra, que goce, que sueñe, que espere, que llore o que celebre… que muera, sobre todo que muera, le parece obra de una gigantesca injusticia.
Lo paradójico es que esa injusticia sólo puede concederse arribando al lugar desde el cual podría revertirse. Sólo que llegando allí, ya nada podría modificarse. Dios ha muerto, sí, pero sólo para extraer del mortal su “fiero desacato” —que es su mortalidad misma, su límite, su finitud absolutamente inocente.
Por mi parte, y para cerrar de una buena vez este desvaído comentario, diré que el hecho de que Dios haya abandonado a su Hijo en la hora nona es lo único que del cristianismo me parece en verdad perdonable.
El resto, como muy bien declaró Unamuno con su peculiar insistencia, es pura vanidad.

Sergio Espinosa Proa


1 Ponencia presentada en el I Simposio Internacional “Unamuno y nosotros”, Facultad de Filosofía, Universidad Autónoma de Querétaro, Querétaro, 21 de noviembre de 2006
2 Miguel de Unamuno, Del sentimiento trágico de la vida, Editorial Óptima, Madrid, 1997, p. 47
3 Ibíd.., p. 54
4 Georges Bataille, “La práctica de la alegría ante la muerte”, en La conjuración sagrada. Ensayos 1929-1939, Adriana Hidalgo editora, Buenos Aires, 2003, p. 254. El párrafo continúa: “La existencia mística de aquel para quien la ‘alegría ante la muerte’ se ha convertido en violencia interior no puede hallar en ningún caso una beatitud satisfactoria en sí misma, comparable a la del cristiano que saborea anticipadamente la eternidad. El místico de la alegría ante la muerte no puede ser considerado como un acorralado, porque está en condiciones de reírse con total liviandad de cualquier posibilidad humana y conocer cualquier encanto accesible: sin embargo la totalidad de la vida —la contemplación extática y el conocimiento lúcido que se producen en una acción que no puede dejar de volverse riesgosa— es su destino, tan inexorablemente como la muerte para un condenado”. Por mi parte, me habría gustado muchísimo ver a Unamuno reír de verdad.
Universidad Autónoma de Zacatecas